En la ciudad donde vives, es saludable ponerse el traje de turista, que no es más que un par de ojos dispuestos a descubrir nuevas cosas ocultas a simple vista. A veces salgo por ahí y encuentro cosas como esta: una cabina telefónica, aquel lugar público desde donde es (era) posible comunicarse con el mundo, si es que el mundo atiende.
Espacio que en algunas partes ya ha sido retirado, como en Londres, donde a los emblemáticos cubículos rojos ahora se les dan otros usos como ventas de café o microbibliotecas; o en España, donde dejaron de ser un servicio universal y están abandonadas a su suerte. O han sido repensadas como en Nueva York, donde se están instalando paneles con Wi-Fi gratuito, entradas para cargar dispositivos, pantalla digital con múltiples funciones y llamadas, por supuesto. En Latinoamérica en ciudades como México, Bogotá o Buenos Aires algunas se resisten, pero están en franca vía de extinción.
La que vi parecía mimetizada entre el resto del mobiliario urbano, y me acerqué porque necesitaba un lugar apropiado para mirar hacia arriba y no entorpecer a otros turistas. Bueno, reconocí la cabina porque las había visto y utilizado hace mucho, cuando aún seguíamos atados al cordón umbilical de los cables y no podíamos caminar moviendo una mano o las dos, hablando como orates. En realidad, lo supe por la forma, que cualquier quinceañero no sabría identificar.
La patrullo por los dos lados y no encuentro nada, sólo está el esqueleto, ni cartel de la compañía, ni teléfono, claro, pero sí otras formas de comunicación: grafitis ilegibles, afrentas raciales, ocurrencias machistas, contestaciones feministas, números de líneas calientes, corazoncitos con mensaje, otros órganos sin mensaje, un anuncio de mascota perdida, un anuncio de alquiler de parking, adhesivos de cerrajerías, masajistas y un chicle.
Al estar allí, por algún mecanismo de la memoria o del desocupe, me trasladé al día en que usé una cabina por primera vez. No sabía qué hacer. Era una caperuza gigante, amarilla; si uno avistaba a alguien desde lejos hablando por teléfono, se le veía medio cuerpo engastado en esa especie de secador de pelo de las peluquerías que fríen los sesos de las señoras o los ponen en su punto. (Por cierto ¿ya se extinguieron? Los secadores, no las señoras). Bueno, ¿qué hacer primero? levantar la bocina o meter la moneda. Había instrucciones, pero también estaba un tipo detrás que además de acosar con su presencia, había olvidado que algún día él también estuvo en mi situación. No recuerdo si lo logré, si le cedí el turno para aprender, y mucho menos a quién llamé o si pude hacerlo.
Y la evocación fue más atrás, a la infancia, al corredor que bordeaba el patio donde estaba el de casa (muy privado, sólo para grandes), un teléfono de baquelita negra con un cable maltrecho que dejaba ver sus venas de colores. Allí estaba, y si alguien alzaba el cacho, ponía el dedo en el disco tres veces, raan, raaaan, raaaaaan, el milagro era posible. Ignoraba que después se añadirían más números y que aquellos teléfonos dirían adiós.
Dejo de recordar y fantaseo cómo dentro de no mucho tiempo implantarán en las cabezas algún adminículo que, además de permitir llamadas, registrar imágenes y diseñar memes con sólo pestañear (lo normal), también tendrá una vocecita que comunicará cuántos días nos quedan, el promedio diario personal de insultos en las redes, qué proteínas tenemos que inyectarnos, cuántas cosas hemos aprendido tal día y cuáles olvidado tal otro, como por ejemplo, que eran aquellos aparatajes aparatosos atravesados en las aceras y que funcionaban con monedas.
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