En columnas anteriores he querido compartir reflexiones sobre una de las características del hombre a lo largo de los tiempos que es su inclinación por conseguir sus objetivos a través de la violencia física.
La ley del más fuerte, que encontró una explicación científica en el darwinismo social de principios del siglo XX, tuvo como consecuencia dos guerras mundiales. Sus millones de muertos convencieron a los sobrevivientes de que la única forma de coexistir pacíficamente era a través de un nuevo pacto social, en este caso entre naciones, que se materializó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.
Pero para que esos derechos que aparecen plasmados en nuestra Constitución tengan efectos prácticos, es necesario que puedan ser compartidos y apropiados por el mayor número de personas posible. Y es aquí en donde aparece como factor imprescindible la educación.
El Bill of Rights de Thomas Jefferson y los Derechos del Hombre y del Ciudadano adoptados por los revolucionarios franceses antecedieron por más de un siglo, a la declaración de la ONU, pero sus efectos se limitaron a la Constitución de los Estados Unidos y, con modificaciones, a las de las repúblicas hispanoamericanas emergentes de principios del siglo XIX.
Pero, para que fueran adoptadas en la práctica, era necesario que el pueblo supiera leer y escribir, cosa que para nuestro caso, apenas se da en la segunda mitad del siglo XX, cuando podemos hablar de alfabetización casi universal. Pero al mismo tiempo que cuando finalmente se logra la alfabetización, el Ministerio de Educación Nacional decide eliminar del plan de estudios preuniversitario, las clases de cívica y la urbanidad, que son una forma de lograr la convivencia armónica de todos los actores sociales.
Y mientras se daba este retroceso en la educación preuniversitaria, la universidad no había entendido que su papel no era sólo el de transmitir el conocimiento que producían los países avanzados del norte, sino también el de producir conocimiento y aplicarlo. Esto sólo se da cuando se promulga el Decreto-Ley 80 de 1980, que por primera vez define los propósitos misionales de la universidad y se recogen once años más tarde en la Ley 30, desmembrada y desactualizada, pero aún vigente.
Para tener una sociedad justa en la que todos tengan opciones de desarrollo sin acudir a la violencia, es necesario que sea próspera en el sentido de producir suficientes bienes y servicios y que los ciudadanos tengan trabajo para obtener esos bienes y servicios. Esto implica que es necesario tener un mercado suficientemente grande para consumir todo lo que se produce y una productividad de bienes y servicios que permita disminuir al máximo las importaciones. Este mercado está lejos de existir en Colombia, con una población del 27% definida como pobre, con familias en las que si uno sólo trabaja, ese índice se sube a 30%.
Es aquí en donde la universidad entra a jugar un papel importante que sólo comienza a materializarse en la última década, cuando acepta su papel investigador en todas las áreas del conocimiento, y entiende que tiene que ir más allá de la investigacion básica, también llamada fundamental, que ha sido su aporte principal, para comenzar a aplicar esa investigación básica en la producción de bienes y servicios con un componente de mayor tecnología, buscando también la innovación que es la base de la competitividad.
Esto lo han entendido los países más desarrollados, especialmente los Estados Unidos, donde la investigación fue definida desde principios del siglo XX como “la forma de hacer una mejor trampa de ratones”. Las grandes compañías de hoy se crearon para satisfacer una necesidad básica. Si George Westinghouse hubiera tenido sirvientes para que hicieran las labores domésticas que su señora tenía que hacer, no hubiera ideado la forma de automatizar su casa, diseñando una plancha, una cocina, una lavadora o una barredora eléctrica. Eso, que para las señoras es hoy tan familiar, no existiría si un marido amoroso no hubiera entendido las necesidades de todas las esposas.
La Universidad tiene que contribuir a satisfacer las necesidades aún no satisfechas de la población y para eso tiene la obligación de producir conocimiento básico, aplicarlo para resolver los problemas reales de la sociedad, crear la tecnología que se requerirá en el futuro y que creará empleo y ayudará a crear las condiciones para que las regiones, y su suma que es el país mismo, tengan los más altos estándares de competitividad que nos permitan conquistar nuevos mercados en el extranjero.