Cuando los Estados Unidos entraron a la Primera Guerra Mundial no estaban preparados. La mayoría de los futuros soldados eran duchos en faenas del campo. Washburne y Morrison en 1917 desarrollaron programas de entrenamiento para el ejército basados en el concepto de dominar y llegar a ser maestros en competencias determinadas. Su propuesta se basó en la “gerencia científica” para entrenar y hacer eficiente el trabajo de hombres sacados de sus labores de campo para convertirlos en obreros de  la industria que soportó y permitió ganar la guerra.  Este programa existe aún y los soldados que se enrolan en él, ascienden a suboficiales con título de especialista.

Este es el concepto que adoptó Rodolfo Martínez Tono para la formación de técnicos y tecnólogos del SENA, que le ha dado a Colombia un sinnúmero de egresados altamente competentes en su especialidad, sin los cuales no podría funcionar nuestra industria.

El concepto de “competencia” saltó a la universidad en la década de 1960. Según Mike Brown, se ha dado en dos etapas. La primera se asocia “con el desarrollo de objetivos conductuales ligados a estándares definidos mínimos de desempeño aceptables y del uso de las herramientas necesarias para ejecutar una labor específica”. La segunda es la situación actual en la cual la competencia se mide por los “outcomes”, es decir, “por los productos del entrenamiento. Los currículos basados en competencias describen los estándares y los productos esperados al terminar el entrenamiento”. Precisamente el Decreto 1330 de 2019 y el Acuerdo 02 de CESU introducen estos conceptos en el pensamiento y normatividad colombianos.

La pregunta fundamental es ¿cuáles son las competencias necesarias que deben dominar los estudiantes universitarios? Parecería que hay un acuerdo tácito entre las competencias que debería tener todo estudiante al terminar la secundaria, acordadas en Lisboa en 2000 para Europa y las genéricas establecidas por el ICFES para las pruebas Saber Pro: lectura y escritura crítica, pensamiento lógico y lógica matemática, conocimiento de las instituciones, la Constitución y normas que aseguran la convivencia ciudadana y competencia en un idioma extranjero. Pero ¡fallamos cuando competencia no quiere decir dominio del área y nos contentamos con lo mínimo!

En la columna anterior tratamos nuestro sistema universitario. Sus falencias son evidentes al compararlo con el de Estados Unidos que, aunque muchísimo peor que el nuestro desde el punto de vista de conocimientos teóricos (como lo demuestra el hecho de que los egresados de pregrado norteamericano no logran convalidar sus estudios en Colombia), lleva a la formación de individuos capaces de innovar, de producir y ser la base para la primera economía del mundo.

¿En dónde está la diferencia?  Lo primero es que la universidad norteamericana se construye alrededor de una sola gran facultad: la de Ciencias y Artes. Esta facultad está compuesta por departamentos disciplinares en las ciencias, las humanidades y las artes. No en profesiones. Su objeto es primordialmente formar al estudiante como ser pensante, culto, capaz de vivir y trabajar en comunidad. 

La profundización en la disciplina se obtiene en el major en el que se agrupan la mitad de los créditos. Pero fuera de unas pocas asignaturas obligatorias, el core curriculum, los estudiantes pueden escoger entre las muchas asignaturas ofrecidas para cada nivel que permiten decir que habrá tantos planes de estudio como estudiantes. Luego vienen dos minors, cada uno con 25% de los créditos: uno relacionado con su major para profundizar en la disciplina y el otro, en asignaturas generales. Las profesiones son pocas: Medicina y Ciencias de la Salud, Derecho y para acceder a ellas hay que haberse graduado en un pregrado.

El sistema europeo actual, conocido como de Bologna, es muy parecido, y fue rápidamente asimilado por los países anglosajones, pero no así en los otros. Pero el nuestro, mientras no cambie la ley, siempre diferirá del norteamericano y del europeo.