La lucha contra la corrupción en Colombia no puede estar reducida a buenas intenciones, desprovistas de acciones con impacto real sobre los protagonistas de ese monstruo devastador.
Las propuestas de quienes están liderando el proyecto de referendo, que cuenta con el respaldo de más de cuatro millones de ciudadanos, deben blindarse con la garantía de una administración judicial aplicada a los fines planteados.
Y de conductas políticas libres de confusiones y contradicciones.
A los implicados en actos de corrupción no se les debe ofrecer beneficios que los dejen con las manos libres para seguir en su carrera de enriquecimiento ilícito.
Cerrarles los espacios donde han delinquido es una de las prioridades.
Y esto impone intervenir las riquezas acuñadas en forma abusiva mediante trampas.
No puede haber atenuantes en un caso como el de la invención de los enfermos de hemofilia en el departamento de Córdoba para apoderarse de recursos millonarios.
Tampoco en los de contrataciones viciadas de picardías para el manejo de los restaurantes escolares. Y muchos otros episodios en que aparecen comprometidos servidores públicos, abogados, gestores de negocios turbios vinculados a causas políticas y empresarios cómplices de esas operaciones.
El costo que la corrupción representa para el país es abrumador. No son solo los 50 billones de pesos que anualmente se llevan para sus arcas particulares quienes se benefician en forma directa, sino las secuelas que deja ese flagelo. Porque semejante rapiña le resta recursos a programas que podrían solucionar los problemas que acosan a los sectores de población siempre marginados. Por esa resta se anulan planes con los que podría superarse el atraso acumulado en diferentes frentes de la nación. Se cierran posibilidades en educación, salud, cultura, servicios públicos, vivienda, vías, seguridad, recreación. Lo que podría dejar como resultado mejores condiciones de vida para todos si se administrara y se gobernara con énfasis en la igualdad de oportunidades y en la construcción de una democracia sostenible.
Y la medición de los efectos desastrosos de la corrupción no comprende solamente lo que se pierde en recursos de financiación de planes de gobierno. Está también la degradación de la función pública y del ejercicio político. El desgreño de la ética va contra la eficiencia en el manejo de lo público. Entonces se afecta todo el aparato del Estado y se pierde irremediablemente la autoridad. Es la frustración de la decencia, que debiera ser el soporte del manejo del patrimonio común desde el Gobierno o el sector privado articulado a funciones estatales.
Colombia tiene desgarradoras experiencias de la alianza entre quienes manejan el poder y los que activan los hilos de la corrupción. Ese nefasto aparato es el que se debe desmontar y los candidatos a la Presidencia de Colombia lo debieran tener claro. Pero es posible que algunos se queden en los lugares comunes porque saben que ese rompimiento puede no convenirles.
De todas maneras, la corrupción es arrasadora y si no se libera al país de esa carga, no habrá viabilidad para nada. No se tendrá el paraíso que algunos ofrecen.
Puntada
Los ciudadanos que van a votar en las elecciones del 27 de mayo para Presidente de Colombia ya deben tener una noción clara de quién es cada quién en esta contienda a fin de no equivocarse en la fundamental decisión.