Este año arrancó con complejidades en materia de seguridad en Cúcuta. Fenómenos delincuenciales de distinta índole han afectado los derechos y libertades de los cucuteños, generando una sensación de temor y desconfianza para salir a la calle a realizar cualquier actividad ordinaria.
Este es uno de los peores escenarios que puede ocurrirle a una ciudad. Más aún, a una sociedad que pese a su crisis económica y social sueña con una transformación real en su infraestructura económica, social, turística y vial. Sin embargo, es innegable que desde el 1 de enero han venido acaeciendo casi todos los días atracos, homicidios por sicarios, que han hecho que se compare a nuestro municipio con la Medellín en sus años de violencia, o incluso con un peor escenario: la Caracas de hoy.
En los últimos días ha vuelto a surgir en Cúcuta la “majestuosa”, inconveniente y trillada idea de algunos políticos de militarizar la ciudad. Esta “magna” solución surge cada vez que golpea fuerte la criminalidad. Así ocurrió a principios del año pasado pese a que la misma pasa por alto los eventuales efectos negativos que surgirían en materia política, jurídica y económica.
En efecto, en diferentes oportunidades la Corte Constitucional y distintos organismos internacionales han establecido los alcances y diferencias de los organismos que conforman la fuerza pública. A grandes rasgos se ha establecido que el Estado debe delimitar el papel de las Fuerzas Militares y la Policía. Se ha dicho que en todo Estado democrático las fuerzas de seguridad cumplen un papel crucial en la protección de los derechos de las personas. Sin embargo, el orden público democrático requiere que los ciudadanos depositen su confianza en el profesionalismo y en especial en la ética de la autoridad policial.
Así, la tarea que debe cumplir la Policía en el contexto de la democracia requiere de instrucción y entrenamiento especiales. La Policía no debe ser suplida en su tarea por las Fuerzas Militares. La Comisión Interamericana por ejemplo recomienda enfáticamente que las Fuerzas Militares no sean empleadas en la tarea de hacer cumplir la ley “particularmente en tareas tales como la investigación de crímenes comunes y la ejecución de arrestos” ya que, por su especialidad, complejidad y contacto con la sociedad, debe ser responsabilidad de un cuerpo policial bien instruido, respetuoso del Derecho.
Por otra parte, si aceptásemos la necesidad de militarizar la ciudad por la inseguridad desbordada, esa necesidad iría en contra de lo previsto en la Ley estatutaria de los estados de excepción que establece que las unidades de policía judicial no pueden estar integradas por militares.
Si los militares no pueden ejercer funciones de policía judicial –tal como lo ha sostenido la Corte- entonces ¿cómo haría por ejemplo un soldado que estuviese patrullando un barrio de Cúcuta y se encontrase con la comisión de un delito?, ¿si es hostil el delincuente y ataca al soldado qué debería hacer este disparar o capturar; si le dispara sería desproporcional frente a la amenaza y si lo captura sería ilegal por no tener funciones de policía judicial?
En definitiva, el concepto de democracia no es una muletilla con tintes demagógicos. Es un concepto cargado de significación política y sobre todo institucional que obliga primordialmente a la autoridad: a respetar la Constitución; a entender que los medios para garantizar los fines del Estado como la seguridad no pueden ser bajo la perspectiva del “fin justifica los medios”; a comprender que la Policía como cuerpo civil se debe encargar del orden público en las ciudades y las Fuerzas Militares como cuerpo jerárquico, con disciplina castrense deben garantizar la soberanía e integridad del territorio. Entonces ¿no sería mejor que los militares custodiaran las fronteras con Venezuela que tanto han cambiado y se han convertido en las “sin fronteras”?