El domingo pasado estuvieron los viejos de mucha celebración. Digo “estuvieron”, porque la primera condición para uno ser viejo es sentirse viejo. Y yo, por ejemplo, no me siento viejo, a pesar de mis setenta y pico. Por eso me cayó como un baldado de agua helada la vez que –ya lo conté alguna vez-, haciendo yo fila en un banco, la cajera muy amable y bonita, se empinó sobre sus tacones y dijo con voz sonora de campanita de cristal:
-Allá, el señor de la tercera edad, pase adelante, por favor.
Todos los de la fila miramos hacia atrás y nadie pasó adelante. Evidentemente no había viejos en la fila. La alegre funcionaria volvió a mirar y a repetir la invitación, y tuvo que identificarme: “Sí, usted, el de la gorrita sevillana”.
Volví a dudarlo, porque mi gorrita es mercedeña, no sevillana. Le agradecí la atención prioritaria, pero a partir de ese momento empecé a sentir dolor en las rodillas y a notar que se me estaban olvidando los nombres de mis conocidos y que hasta pierde uno la noción de utilidad de ciertos órganos, como la vista, el oído...
Hace poco, tuve que acudir a un chequeo médico y el galeno, muy serio, con cara de científico, me ordenó: “A ver, abuelo, pase a la camilla”. Fue otro golpe a mi juventud, que se niega a abandonar las delicias de los años dorados juveniles.
Los tiempos cambian y hasta las formas del lenguaje. A los profesores no les gusta que los llamen maestros: ellos son docentes. La misa de ahora no es misa sino eucaristía. Las oficinas de personal de las empresas no son de personal sino de recursos humanos. Y los viejos no son viejos sino de la tercera edad. En realidad no tengo muy claro cuándo termina la segunda edad y hasta dónde va la etiqueta de los de la tercera, y si algunos llegan a la quinta.
Me parece más sabia la denominación que la Biblia les da a los viejos: Los llama patriarcas. Y uno se los imagina, de cabello cano, barba larga, mirada penetrante, dulce sonrisa y piel ligeramente marchita. Recuerdo los patriarcas de Las Mercedes, señores respetabilísimos, situados por encima del bien y del mal, que forjaron, paso a paso, golpe a golpe, como dijo el poeta, el progreso del pueblo. Y nadie les decía “Allá, los de la tercera edad, pasen adelante”. Porque ellos siempre iban adelante.
Los viejos suelen (¿solemos?) acudir al autocontentillo: “La que envejece es la cédula”. “La juventud se lleva por dentro”. “Lo que tengo es experiencia, pero no es viejera”. Y eso está bien. Si nos sentimos viejos, somos viejos. Si nos llenamos de achaques, nos volvemos achacosos. Pero si nos sentimos muchachones, aunque estemos calvos y arrugados, pues somos muchachones.
El domingo, precisamente, una amiga muy querida, me escribió por ser el día de los viejitos y me dio coba: “Eres radiante como el sol”. Me puso a pensar: ¿Será verdad? ¿O le faltó decir que era radiante pero el día estaba nublado? ¿O como en un cuento mío, me quiso decir tal vez sol de lluvia? Lo malo no es que le den a uno coba. Porque los coberos abundan. Lo malo es que uno les crea la coba y se coma el cuento. De todas maneras se lo agradecí inmensamente, aunque le quedé debiendo el cafecito.
LA ÑAPA: Ayer estaba de mucha torta cumpleañera mi gran amigo Timoteo Ánderson. Ese sí es un sol que alumbra con luz propia. Un abrazo gigante como él.
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