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Descifrando al dragón
 “La última vez que alguien tuvo una ‘nueva idea’, mucha gente murió” sentenció Fang sorbiendo su café.
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Sábado, 6 de Enero de 2018

“¿Cinco candidatos presidenciales inscritos por firmas?” preguntó sorprendida mientras jugueteaba con la flor que pintaron con leche en la espuma de su late, “¿O sea que cualquiera podría ser candidato?”. “Si tienes suficientes amigos que te ayuden a recogerlas, sí” le respondí. Fang no salía de su estupefacción, una cosa así no podría pasar nunca en su China natal. Desde que era una niña que caminaba en sandalias por las calles polucionadas de la colosal Shijiazhuang, el Partido Comunista la había acostumbrado a una democracia ficticia, con un candidato único elegido por unos delegados del pueblo que nadie delegó realmente. Tiene 24 años y no sabe lo que es votar.

Aun así, esa carencia de libertad parece no inquietarle del todo pues nunca la ha probado a plenitud, así que no concibe la magnitud de lo que se pierde. Ese es el mundo que ha conocido desde siempre y siente que está bien. Muy a pesar de mis intentos de mostrarle los pecados de un régimen así, ella me calla diciendo “Los números no mienten, China is going well”, y eso no lo puedo contradecir. Es quizás ese plácido conformismo y la aceptación complaciente de una realidad que se les ha metido por dentro lo que los hace ser como son, y por eso Ming y sus amigos siguen usando Baidu en lugar de Google, WeChat en lugar de Whatsapp y Weibo en lugar de Facebook, aun cuando están aquí en New York, a miles de kilómetros del abrazo protector de Xi Jinping.

Los crudos ingredientes pasan de mano en mano por encima de mi cabeza en una deliciosa danza multicolor de raíces, tofu, cordero y ajo dulce. La olla bulle en el centro de la mesa mientras Lan me va explicando cada aderezo que se va ahogando hasta el fondo de la sopa hirviente que huele a sancocho. A su alrededor todos asienten y se van señalando entre carcajadas para distinguir a los “pobres” que crecieron comiendo fideos y los “ricos” que lo hicieron con arroz. Su amabilidad me deja pasmado, aun cuando en clase sus caras son inescrutables, debido a un efecto colateral de la competitividad salvaje y la presión asfixiante a la que los somete su sistema educativo, tras bambalinas son gente de risa fácil y placeres sencillos.

“Sí, es un caballito de mar, mi abuela los ralla y con ellos hace una pócima para curar la conjuntivitis” responde Ji orgulloso. Entonces agradezco ir con guía a ese supermercado camuflado en el corazón de Chinatown. Allí las especias místicas se mezclan con los productos más populares de la canasta familiar, recordándome la frenética velocidad con la que China evolucionó, pasando de ser un país rural, campesino y ligeramente atrasado a un monstruo moderno y tecnológico en menos de 40 años. Una transición que continúa, tratando de dejar atrás la magia coloquial de los abuelos, para darle paso a la evolución sofisticada de los nietos.

“Y si alguien tiene una nueva idea?” pregunté. “La última vez que alguien tuvo una ‘nueva idea’, mucha gente murió” sentenció Fang sorbiendo su café.

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