El homicidio de Javier Ordóñez, causado por la brutalidad policiva, se convirtió en razón para emprender una protesta social que terminó desbordándose, al punto que el viernes ya se registraban 12 muertes, más de 400 heridos, y múltiples pérdidas materiales.
Una cosa son las ramas y otra el bosque, dice el adagio popular. Alrededor de las primeras se encuentran los hechos inaceptables que dieron origen a las protestas, circunscritos al exceso de fuerza policial. La función constitucional de la Policía es mantener las condiciones para que los asociados puedan ejercer los derechos y libertades públicas en convivencia pacífica. Lo ocurrido el pasado miércoles colocó la institución en contravía de su misión, dado el homicidio cometido por miembros suyos. La sociedad colombiana, que poco cree en sus tribunales, espera una justicia pronta y cumplida. Y, además, considera oportuna una revisión estructural de la Policía en cuanto a reclutamiento, formación y promoción de sus miembros bajo parámetros de democracia y respeto por los derechos humanos.
Penetrando el bosque, observamos unas primeras imágenes de protestas escalonadas que, no obstante tener una motivación válida, terminaron en desbordamiento por la contagiosa ira ciudadana y porque los vándalos ciertamente las manipulan. Condenamos con vehemencia esos excesos de violencia, y nos preguntamos sobre su etiología. Las circunstancias económicas, sociales y políticas parecen atarnos a una cultura de extremos, en donde el último recurso es la justicia en mano propia. Los colombianos, en lugar de ver atenuados los problemas, constatamos su agravación con el paso del tiempo. Las encuestas confirman la desconfianza en torno al gobierno y las instituciones, como si viviéramos en un Estado fallido.
Nada más peligroso que ese descontento social en crecimiento, listo para la explosión, exacerbado ahora por el Coronavirus y su derivado encerramiento y contracción económica. A pesar de vivir sicológicamente sofocados por las redes sociales, siempre llenas de estrategias y deformaciones, conviene recordar a Gustave Le Bon, pensador francés que profundizó sobre el comportamiento de las masas, toda vez que resaltó muy bien la transformación del individuo en su pérdida de identidad para convertirse en molécula al servicio de esa masa o multitud de facetas inconscientes cuyas acciones resultan imprevisibles. Es muy probable que así sea, como también que haya algunos esquemas en espera de cualquier detonante para incrementar el caos.
Las circunstancias no son nada alentadoras. En noviembre pasado vivimos oleadas de protesta que sólo disminuyeron porque llegaba diciembre, y luego por la creciente pandemia. Pero el volcán del desconteto está latente, esperando cualquier oportunidad para hacer erupción. Hace cuatro días fue un atropello policivo, y mañana será cualquier otra cosa. En el espeso bosque colombiano encontramos alarmantes cifras de desigualdad, con un 27% de compatriotas sumidos en la pobreza, sin que seamos capaces de adaptarnos a la ruta constitucional del Estado Social de Derecho, bajo los principios de la solidaridad y el interés general. El individualismo se multiplica, y la ley del más vivo prevalece sobre la institucionalidad. Los indicadores sobre educación, salud, vivienda, empleo, realidad campesina, recursos naturales, medio ambiente, y corrupción, entre otros, ratifican la apropiación del poder por pequeñas minorías.
Por si fuera poco, la absurda polarización que pretende doblegar el pensamiento libre del país contribuye más todavía al crítico statu quo. La derecha recalcitrante, que gobierna y justifica todo con el temor de la llegada al poder de la izquierda, domina buena parte de los esquemas de socialización, al punto que parece ahogar los espacios socialdemócratas. Si no reaccionamos para generar verdad, justicia y equidad, más temprano que tarde a todos nos arrasará el volcán social en que vivimos.