La situación social en Venezuela de los últimos años nos ha llenado de incertidumbre, dolor e impotencia sobre lo que será el futuro político en este país.
Incluso ha servido de estrategia o paroxismo electoral de algunos “líderes” políticos colombianos, cuyas concepciones sobre política internacional se han basado en la “diplomacia del micrófono”; práctica que consiste básicamente en gritar arengas ideológicas y moralizadoras entre gobiernos.
En efecto, esta situación se vivió como todos lo recuerdan en la última etapa del segundo gobierno Uribe (2006-2010), cuando este se popularizaba por cantarle las “avemarías” –muchas veces con fundamento jurídico y moral- al gobierno Chávez; trayendo como consecuencia un manejo diplomático paupérrimo y unas relaciones comerciales y bilaterales nulas, ad portas de una guerra moralizadora de parte y parte, dejando a las regiones fronterizas de Colombia –entre ellas Cúcuta- en la peor situación económica y social de los años recientes.
Con la llegada del gobierno Santos desde el inicio de su mandato se llevó a cabo -para sorpresa de muchos de sus electores- una reestructuración de la política internacional colombiana –un giro de 180 grados a decir verdad; implementando una nueva dinámica diplomática institucionalizada, que llevó a dejar a un lado la tesis de su predecesor de manejar las relaciones internacionales bajo la premisa del “micrófono incendiario”.
Empero, muchos colombianos reclaman el regreso de esa política de la “diplomacia del micrófono” frente a Venezuela olvidando situaciones fácticas como: 1) En Venezuela existe un gobierno demagogo que se ha caracterizado por una política internacional irracional, cimentada en la hipótesis del enemigo externo como fuente esencialísima de cohesión social (recordemos que la demagogia como desviación de la república, se reinventa y solidifica bajo la creación ficticia de enemigos externos e internos – Aristóteles, La política); 2) Desde la llegada del Chavismo y del Madurismo al hermano país, estos gobiernos han construido enemigos externos e internos ficticios, como serían el “intervencionismo imperialista de los EE.UU”; la doctrina moralizadora y expansionista de la “seguridad democrática” del gobierno Uribe; las “fuerzas deliberadamente destructoras de la burguesía venezolana e internacional”; entre otros; 3) En Venezuela en años recientes no ha existido en su práctica política verdadera alternancia en el poder.
Todo ello debería llevar a los Estados democráticos como Colombia y gran parte de Latinoamérica a pensar ¿valdría la pena tener una “diplomacia del micrófono” en las relaciones internacionales con Venezuela? Creo que es más importante cuidar y mirar con mucha cautela los riesgos que puede implicar tener de enemigo permanente a un gobierno como el bolivariano. Respetar y coexistir pacíficamente con los demás Estados y la normalidad en las relaciones internacionales debería ser la regla y los diferendos la excepción. La incertidumbre en las relaciones internacionales lleva a la poca cooperación entre gobiernos, democráticos o no.
Si bien la situación actual en Venezuela es de una gravedad extrema, como se evidencia con la permanente violación de dicho Estado a su obligación internacional de protección a los DD.HH. de los venezolanos; ello no redefine el papel que le corresponde adoptar a los Estados en el concierto internacional: respeto a los principios y reglas establecidas en la Carta de Naciones, como serían la libre autodeterminación de los pueblos y el monopolio exclusivo del uso de la fuerza por parte del Consejo de Seguridad (Cap. VII, Carta ONU). Más aún cuando estamos hablando en representación de ciudades de frontera como Cúcuta que tanto necesitan de una diplomacia institucionalizada.