Quién lo creyera, pero a una cubana de padres franceses, Justina Jannaut, le debemos la música del Himno Nacional. Como lo sabe hasta el historiador Eduardo Lemaitre, el autor de la letra, Rafael Núñez, la concibió inicialmente como un canto a Cartagena. La Jannaut convenció a su esposo, el italiano Oreste Sindici, de que le pusiera música.
Otra caribe, Shakira, cantando en una cumbre presidencial de las Américas en la misma ciudad modificó ligeramente la letra. En lugar de “libertad sublime”, cantó “ublime”. El primer intento “serio” de modificar la letra no prosperó. Eso sí, la crucificamos en las redes.
En otra ocasión, Shakira cantó en la inauguración de los Juegos Centroamericanos y del caribe en Barranquilla pero no tocó la letra de Núñez. Sólo movió las caderas. Mejor así.
La letra del himno parece escrita para un país que no existe, o que nunca existió. En general, a juzgar por la cara que ponemos al cantarlos, los himnos parecen compuestos por el mismo profesor distraído de preceptiva literaria.
A pesar del galimatías patriotero del texto del himno de Núñez, nos han vendido la idea de que el de Colombia es el segundo himno más bello del mundo después de La Marsellesa. Si es el segundo cómo será el nonagésimo noveno. Si es por la música, se salva.
Aunque la letra tiene sus defensores, incluidos Lemaitre y Antonio Gómez Restrepo, la poesía de Núñez es de elocuente pobreza francisca, para el gusto de este aplastateclas, claro.
El himno sirve para berrear cuando estamos fuera del país. O para alegrarnos “como lengua mortal decir no pudo” cuando el piloto dice que pisamos cielo colombiano después del algún fugaz sabático en el exterior. Allí radica su “gloria inmarcesible”.
He tratado de convencer al señor Alzheimer de que borre de mi disco duro versos incomprensibles como: “La Virgen sus cabellos arranca en agonía y de su amor viuda los cuelga del ciprés”. En ese espacio borrado podría acomodar algún soneto de Lugones, por decir algo. O una canción de Leandro Díaz.
El historiador Lemaitre admite que el principal defecto del himno es que la letra no casa con la música “o sea que los acentos tónicos del verso no coinciden con los acentos melódicos de la canción, lo que obliga al cantante a duplicar las vocales de ciertas sílabas y a disolver algunos diptongos mediante el antipático recurso de la diéresis”.
En Colombia, lo primero que nos instalan en el disco duro, es la letra del himno con todo y sus pecaminosos gerundios: “Nariño predicando” o “mortal el viento hallando”.
Desde kinder nos enseñan que la música es de Oreste Sindici - nacido el 31 de mayo de 1828- un profesor de solfeo italiano afincado y amañado en Colombia que había quebrado con su empresa operática.
En vez de regresar a los espaguetis en su salsa en Ceccano, Italia, Sindici se dejó seducir por la cubana Justina Jannaut, su musa de apenas 20 abriles.
En principio, a su Dante de peluche le parecía un despropósito musicalizar una canción que incluía “versos” de este calibre: “Constelación de cíclopes la noche iluminó…”.
Pero algo ocurrió debajo de las cobijas y Sindici accedió a la petición de su cubanita. Se le oí contar al Pachanga David Sánchez Juliao con su prosa de encantador de serpientes que provocaba sacar pareja.
Dios hizo a Núñez y a Sindici. Los juntó un burócrata bogotano de media petaca, don José Domingo Torres. Su gran audacia fue ser amigo de Núñez.
Como Torres decidió que había que halagar a Núñez quien en ese momento tenía la sartén por el mango del poder, se apropió de la letra del cartagenero ilustre. Faltaba la música. Ahí estaba Sindici. De convencerlo de que le compusiera la música, Torres encargó a la cubanita, como hemos dicho.
Ese menjurje de letra inverosímil, tempranamente piedracielista, con música que es la que nos hace llorar, se convertiría en Himno Nacional por Ley 33 del 28 de octubre de 1920.