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El insoportable vanidoso
No son pocos los que al salir de provincia se pasean por la capital de la República, luciendo unas pelucas horrorosas.
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Domingo, 7 de Junio de 2015

A primera vista cualquiera piensa que el animal más vanidoso de la tierra es la mujer, a quienes muchos comparan con el pavo real, cuyo bello plumaje apenas le sirve de espejo al sol, para vestirse de mil colores en las tardes, pero que al mirarse los pies esconde avergonzado, su esplendor.

La verdad es que el ser más insoportablemente vanidoso es el hombre. Mientras que el pavo real hace pública su vistosa petulancia, y la mujer no disimula sus mascarines y maquillajes, el hombre, por el contrario, se retoca a hurtadillas, usa ungüentos y cremas, pero no lo divulga, y las revistas que anuncian los nuevos productos de belleza masculina, las guarda bajo llave en un armario.

No son pocos los que al salir de provincia se pasean por la capital de la República, luciendo unas pelucas horrorosas, de diferentes estilos y colores, con las que pretenden ocultar la castidad de sus calvas relucientes.

Pero su vanidad no se detiene en la simple tecnología de los cosméticos, ni en el uso de variados perfumes y pelucas. Su imparable osadía varonil, lo ha llevado al consumo de píldoras sofisticadas, con las que pretende mostrarse como el mejor amante del universo.

Acicalados hombres de edad madura, con combustible, apenas, para un vuelo mensual, intentan reverdecer los viernes culturales, aterrizando semanalmente en vuelo de emergencia, en pista de grama, impulsados por el viento de cola de las llamadas pastillas maravillosas.

Farsantes que, en reunión de amigos, dicen hacerlo diariamente, y al final terminan preguntando por las píldoras que utiliza aquel que francamente admite poder realizarlo muy de vez en cuando. Son los mismos vejestorios de siempre, a quienes las mujeres detectan de entrada, porque llevan consigo la cínica sonrisa del inservible.

Arrogantes sin ninguna hombría, que suelen exhibirse con mucha mercancía, y que al final son más frágiles que las elegantes vitrinas que las contienen. Su promiscuidad los ha puesto en su sitio y enseñado que hay ciertas maromas de alcoba que solo pueden hacerse en un solo trapecio, porque de lo contrario, lo único que les puede crecer es el dolor de espalda.

Admito, sin ningún rubor, que a mi edad jamás corro el riesgo de intentar un salto triple sin la firmeza y seguridad de una red de mi absoluta confianza.

No hacerlo así, es correr el riesgo de hacer el ridículo y pasar de trapecista a payaso de circo.

Es un fiasco que jamás suelen correr las mujeres, pues en su oficio de contorsionistas pueden fácilmente simular un salto, sin que en el esfuerzo se les rompa el lazo. No ocurre lo mismo con los varones, quienes deben mantener templada la cuerda para no caer en el vacío.

En días pasados un amigo de mi absoluta confianza me manifestó que la última vez que intento un salto mortal, sin red de por medio, fué a los cuarenta años. Que como una bestia voraz acoso a una de veinte, sin darle, ni siquiera, chance de suspirar. Que ella se resistió hasta donde pudo. Y que al final, más por cansancio que por satisfacción, lo paró en seco diciéndole: “Está bien, te espero sin falta, a las 10 de la noche”.

A esa hora, mi amigo, estaba en su casa frente al televisor, viendo un partido de foot-ball.

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