Nueva York - marzo de 2018
Iba tarde. Yo siempre voy tarde, es un desagradable efecto colateral de la extraña concepción líquida que tengo del tiempo. Surgí de entre la boca del túnel de la estación y corrí por la Calle 14 hasta girar a la derecha sobre la Seventh Avenue rumbo a los grises trenes L, otro de esos cambios de línea donde pagas doble pasaje y no hay con quién quejarse. Saltaba eludiendo charcos grandes para caer en otros más pequeños mientras el viento le rompía el cuello a mi paraguas, desvencijado e inerte como un cadáver metálico.
Paré frente a un anciano octogenario que muy oportunamente desplegaba su arsenal contra la lluvia mientras le entregaba los restos de mi paraguas a cambio de uno igual, pero vivo. “Son ocho dólares”, “¿Podemos hacerlo en siete?”, “Ahora son nueve”, otro día más deshonrando a mi profesor del taller de negociación. Escaleras abajo dentro de la estación y a punto de atravesar la frontera de no retorno que divide el torniquete, sentí que no sentía aquel peso extra que siempre está ahí, el apéndice digital de nuestra vida cotidiana. Me palpé ante la mirada curiosa de los clásicos indigentes drogados y, efectivamente, mi celular no estaba por ningún lado.
Volví hasta el local del paragüero con la insulsa esperanza de ser lo suficientemente despistado como para haberlo dejado en cualquier sitio del mostrador. Apostar contra mí mismo a veces ha demostrado una inusitada efectividad, pero ese día yo no quería colaborar conmigo. Finalmente, no me quedó otra alternativa más que empezar a procesar el guayabo anticipado de los engorrosos trámites que implica reemplazarlo y, peor aún, surtiéndolos todos en inglés.
“Tome, llame del mío” dijo el anciano ofreciéndome amablemente un teléfono con su mano callosa. Uno, dos, tres repiques y la llamada murió. Un nuevo intento y la misma frustración de antes. “No se preocupe, alguna buena persona seguro lo encontró... Deme su correo por si devuelven la llamada”, “Claro, fuad-punto-chacon…”, “¿Cómo?”, “Sí, fuad-punto”, “¿Perdón?”, “Hombre, efe-u-a-de-punto…”, “¿Usted se llama Fuad?”, “Sí, ¿por qué?”, “Porque yo también me llamo Fuad”.
En veintiséis años de existencia, desde que mi papá decidió llamarme así tras una conferencia de Fuad Char en su universidad, nunca había conocido personalmente a un tocayo, no sabía lo que se sentía llamar a otro por tu propio nombre, pero siempre conservé la curiosidad de dónde hallaría a ese otro yo. Y ahí estaba, frente a mí en un día de infortunio, enseñándome eufórico su licencia de conducción del estado de Nueva York, contándome lo común que era el nombre en Líbano y confirmándome que en árabe significa “corazón”.
Fuad tomó su celular emocionado y dijo “Bueno, probemos una última vez…”. Uno, dos, tres repiques y entonces la voz:
- ¿Aló? ¿Es usted el dueño del celular con la foto del Schnauzer blanco?
- Sí señor, ese soy yo.