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El profesor Bayona
De esto ya hace muchos años. Tantos, que la cuenta tendría que sacarla contando las arrugas que llevo en mi frente.
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Sábado, 31 de Octubre de 2015

De esto ya hace muchos años. Tantos, que la cuenta tendría que sacarla contando las arrugas que llevo en mi frente. Obligar la memoria a repasarlos, sería tanto como caer en la trampa de empezar a derramar lágrimas de nostalgia, por culpa de las vivencias del pasado.

Recuerdo que llegué por primera vez a ese claustro, cuando apenas me distanciaba unas cuantas cuartas del suelo y aún  mostraba, sin ningún pudor, mis piernas inocentes, dada la complicidad de mis desprevenidos pantalones cortos.

Como olvidar aquella mañana del primer día de clase. Aquel sol blanco y picaresco, que me guiñaba el ojo, para invitarme a penetrar los muros de aquella imponente fortaleza, levantada en el más elevado peldaño de la antigua ciudad. El aire fresco de aquel mes de febrero, saludando a manazos de amistosa brisa, los nuevos alumnos. El poder divisar desde la ventana de mi salón correspondiente, toda la dimensión de la ciudad, entre ellas mi hogar, que parecía una diminuta casita de cartón, colocada entre miles que abarcaban el anchuroso espacio de un gigantesco pesebre, me dejó clavado para siempre ese maravilloso ritual de las fiestas decembrinas.

Pero lo que más recuerdo, como si fuera hoy, es a un personaje que se hallaba parado, con los brazos cruzados, en la parte interior y al lado derecho de la puerta principal. Serio, como el palo mayor de un árbol de roble y apuesto, como el más varonil de los profesores que haya tenido. Confieso que desde ese momento pensé que aquel hombre marcaria definitivamente mi vida estudiantil, como efectivamente ocurrió durante los seis años que cursé en el mismo colegio.

Era el profesor de matemáticas, pero con la misma propiedad y brillantez se desempeñaba en las cátedras de física, química, filosofía, biología, inglés, latín y literatura. Su elegancia y su porte en el vestir, siempre de rigurosa corbata, resaltaban su encumbrada presencia.

De toda su versatilidad académica, lo recuerdo como profesor de literatura. En nuestro salón de quinto de primaria, como así se llamaba en ese entonces, nos recitaba, estremecido por la emoción, las rimas de Bécquer, los versos sarcásticos de Quevedo y los inolvidables poemas de Góngora. De sus labios escuché por primera vez en mi vida, mencionar el nombre de Federico García Lorca, aquel extraordinario poeta español, que falleció a temprana edad, víctima de la violencia por la guerra civil española. Jamás olvidaré su magistral forma de enseñarnos a manejar y de qué manera, las reglas claves de la preceptiva literaria. Una clase que con otros profesores resultaba pesadamente aburridora, él la convertía en asombrosamente interesante.

Manuel Guillermo Bayona, fue el nombre que aprendí a pronunciar y a respetar desde cuando todavía era un adolescente. Fue mi profesor inolvidable en el instituto Nariño. Algunas veces, cuando sentado a mi tradicional máquina de escribir, tengo alguna duda sobre como adornar de manera gramatical una metáfora escurridiza, acudo al recuerdo de mi viejo maestro y su cátedra de preceptiva me alumbra el camino.

 

 

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