La corrupción en Colombia alcanza niveles desmesurados. No es problema nuevo. Ha crecido año tras año a la sombra de la permisividad de servidores públicos con poder, de políticos adictos al enriquecimiento ilícito, de empresarios convertidos en cómplices de actos delictuosos y de obsecuentes acólitos de las trampas abyectas. Cuenta también con actores capaces enlazar estrategias de beneficio para sus intereses y así eludir controles legales. Es un entramado denso y robusto, ante el cual ha predominado la indiferencia de quienes tienen la competencia legal para combatirlo y erradicarlo a profundidad. Reducirlo a sus justas proporciones, como fue la sugerencia de Turbay Ayala, no pasaba de ser un paliativo distractor.
No son pocos los casos de corrupción. El inventario es surtido. Son cuantiosos los recursos públicos que hacen parte del botín acumulado.
Los presupuestos destinados a la salud, o a los servicios públicos que requieren las comunidades, o al desarrollo de la educación, o la infraestructura vial, o a la vivienda, o a tantos otros proyectos que le apuestan la solución de problemas crónicos, son utilizados muchas veces para negociados. No cumplen con el objetivo de su destinación. Ese desvío es caldo de cultivo de la pobreza y del atraso de la nación.
Los dirigentes de los partidos políticos tienen evidente responsabilidad en la expansión de la corrupción. Muchos de ellos han aprovechado los espacios con que cuentan, para obrar con avaricia en la comisión de actos de indebido aprovechamiento. Ante la justicia han comparecido congresistas comprometidos en operaciones de rampante picardía. No piensan en el bien común. En vez de trabajar por la solución de los problemas se dedican a buscar un sórdido aprovechamiento de las posiciones de poder con que cuentan. Es una traición a la democracia y a los ciudadanos que los han beneficiado con el voto.
El reciente escándalo, todavía en escena, alrededor de los carros comprados para llevarles agua a los habitantes de la Guajira, es mayúsculo. Involucra a servidores públicos de altas posiciones en el Gobierno y en el Congreso. Los testimonios conocidos confirman la magnitud del tejido de la corrupción. Quienes aparecen involucrados han caído en la degradación de sus funciones, de ser cierto lo que se dice. Faltaron a la confianza depositada en ellos y se saltaron el compromiso de contribuir al cumplimiento de las políticas trazadas por el Gobierno en la perspectiva de soluciones esperadas.
Ante los hechos denunciados se requiere una justicia transparente y oportuna. Una justicia fiel al derecho. Una justicia que no tenga la mínima mancha de impunidad, ni de discriminación.
Frente a la corrupción en Colombia la justicia no ha tenido el rigor que requiere la gravedad de este problema. Son muchos los casos caídos en el limbo. Y los comprometidos han repetido sus hazañas hasta con vehemencia.
Los resultados de la investigación deben ofrecer certezas que permitan apreciar plenamente lo que sucedió e identificar a los verdaderos actores.
Para la justicia esta es una prueba que permitirá medirla con la precisión que debe ser.
Puntada
Condenar el genocidio de Israel en la franja de Gaza contra el pueblo palestino no es casarse con Hamás. Pensarlo así es otra equivocación de Netanyahu.
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