Hay una curiosa coincidencia que no puede pasar desapercibida. Mientras las potencias globales están inmersas en sus propios problemas y rivalidades, América Latina ha ganado independencia y autonomía para tomar sus propias decisiones, por lo menos frente a Washington y los organismos multilaterales.
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Lo interesante es que esto ocurre justo cuando la región está gobernada por una coalición de líderes de izquierda que comparten un proyecto político común. La lucha contra la desigualdad es su principal objetivo y la reivindicación del Estado como actor protagónico, su estrategia. Se trata de un grupo de líderes que se apoyan mutuamente –basta ver sus cuentas de Twitter y los mensajes que se cruzan–. Esta semana, por ejemplo, dejaron en claro su apoyo a Pedro Castillo en Perú, a quien le reclamaron no haberse defendido utilizando el poder de la calle. Es decir, sabemos a qué atenernos la próxima vez que los gobernantes tengan que enfrentar una fuerte oposición.
Puesto en otros términos, en la nueva realidad latinoamericana son más influyentes las ideas de Mariana Mazzucato, la economista preferida de los gobiernos, que los documentos del Fondo Monetario o del Banco Mundial. La razón es que está más sintonizada con lo que la gente quiere oír: salidas fáciles a problemas complejos, o por lo menos propuestas que no tienen que entrar en los engorrosos detalles que requieren las políticas públicas.
Mientras las tensiones entre China y Estados Unidos o la crisis energética dominan la conversación mundial, América Latina se alista para dar un viraje fuerte. Esto es posible porque, hoy por hoy, la región es vista como parte de la solución a los problemas globales, más que el problema por resolver. Tiene los alimentos y la energía que el mundo necesita. Cuenta con los bosques y selvas indispensables para contener la crisis climática. Es, además, un socio seguro y confiable que no va a iniciar guerras como arma de negociación.
Estados Unidos sabe bien que una confrontación con el nuevo liderazgo latinoamericano no le genera ningún beneficio. Por el contrario, tendría grandes costos pues impulsaría la región a un mayor alineamiento con China, que es lo último que desea.
En el caso de Colombia, el contraste entre el antes y el ahora no podría ser mayor. Hace poco tiempo, conversaciones sobre la necesidad de acabar la guerra contra las drogas, replantear la extradición, legalizar el cannabis recreacional o restablecer las relaciones con Venezuela habrían sido recibidas con un baldado de agua fría por la Casa Blanca. El gigantesco aumento de los impuestos de las empresas mineras y petroleras, muchas de ellas norteamericanas, tampoco parece haber hecho fruncir el ceño de los funcionarios norteamericanos.
El que todos estos temas se puedan discutir sin imposiciones externas es muy positivo. Pero también hay que ser conscientes de que la mayor autonomía nos obliga a fortalecer nuestra propia democracia, especialmente si el Congreso no tiene la capacidad de ejercer los contrapesos necesarios.
Además, hay que tener en cuenta que se avecinan tiempos difíciles en materia económica. En estas condiciones, y con mayor autonomía que en el pasado, la nueva generación de líderes latinoamericanos va a duplicar sus apuestas. No vendrán tiempos de moderación, o virajes hacia el centro. Todo lo contrario, hay mayores grados de libertad que serán aprovechados para proponer reformas cada vez más audaces. Y la audacia en estos campos no solo representa riesgos, sino que, peor aún, puede ser fuente de errores cuando las ideologías y los dogmas toman el control. Esto quiere decir que aumentarán las tensiones y la polarización, que es justamente cuando las democracias sufren retrocesos.
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