Reiteradamente he escuchado que el “ser humano es un animal de costumbres”, y que en consecuencia, una conducta o acción de tanto verla, oírla y hacerla, termina por asimilarse y aceptarse. Una de las fuentes del derecho es la costumbre, pues se entiende que el conglomerado social desea utilizar ésta práctica reiterada y en consecuencia, debe entrar a regularse para que tenga fundamento legal, de allí la famosa frase “la costumbre hace ley”.
Pero la condición esencial para que una costumbre haga tránsito a ley, es que su objeto y causa sean lícitos, de lo contrario estaremos frente a una práctica ilegal independientemente de que muchos por ignorancia o costumbre la hagan. Las personas al margen de la ley han tratado a toda costa de hacer, que prácticas ilegales hagan tránsito a legales para evitar las consecuencias. Quizá la más común en este tiempo la constituye la legalización o despenalización del consumo de drogas tal y como se hizo en el pasado con el alcohol.
Lo cierto es que estamos frente a dos circunstancias de hechos diferentes, la una es vista como un ascenso normativo y la otra es un cambio de espíritu normativo, una conducta lícita reiterada asciende a ley, y la otra es un viraje legislativo volviendo legal lo que era ilegal. Frente a estas dos disímiles circunstancias, la sociedad suele perderse y termina haciendo una apología del delito, haciendo cosas malas e ilegales como si fueran buenas. Es común ver a diario en las películas que alguien como justiciero improvisado, entre y mate o agreda a quien estaba cometiendo un delito, esto es tan aceptado, que justificamos el uso de la violencia y nos alegramos porque se hizo justicia, y no me refiero a la legítima defensa que debe estar precedida de la inmediatez y proporcionalidad.
Observando una película extractada de la vida real, sobre la famosa pareja de criminales Bonnie y Clyde en Texas, no deja de sorprenderme que pese a su sanguinario actuar, la gente los emulaba porque los veían como héroes, y sentían que al robar los bancos vengaban el hecho de haber perdido sus casas por el no pago de las hipotecas. Nuestra sociedad no puede caer tan bajo ni permitir que los delincuentes se vuelvan los ídolos de las nuevas generaciones.
Aceptar a narcotraficantes con fachada de empresarios, recibir su dinero que está manchado con la sangre de centenares de jóvenes que se perdieron en el consumo de la droga, es conectar con el delito. En nuestra sociedad ha calado tan hondo esta permisividad, que las personas que aspiran a dirigir nuestros destinos, ya nos les importa quién le acompaña y patrocina, es más, se disputan abiertamente ser el favorecido de personas al margen de la ley e incluso condenados.
No podemos seguir dejándonos rapar el bien común de nuestras manos, es necesario enarbolar la bandera de los principios éticos y morales para salir de la crisis en la que nos encontramos y evitar a toda costa la apología del delito.