Siempre es un placer volver a la librería Strand, aquel paraíso lector en la esquina de Broadway con la Calle 12 Este de Nueva York. Sus tres pisos y medio de estanterías albergan, como ellos mismos claman en su publicidad, más de “18 millas de libros”, una desbordante voluptuosidad literaria que con cada nueva visita vuelve a evocar en mí la inefable convicción de que es posible encontrar en ella, al menos, un libro sobre cualquier tema del que se quiera saber algo.
Caminar por sus pasillos entre miles de títulos, tratando de esquivar el enjambre humano que se arremolina en ellos durante las horas de mayor afluencia, es un ejercicio casi catártico de humildad que, una y otra vez, me deja profundamente meditabundo sobre las limitaciones autóctonas de la cultura colombiana.
Y es que en Estados Unidos se publican al año una media de 300.000 libros, una cifra colosal que hace ver como una broma de mal gusto los 17.000 que se imprimen en Colombia y que nos obliga a preguntarnos cómo es posible que un país que tiene tan sólo seis y media veces más población que el nuestro, consigue tener acceso a 18 veces más información que nosotros. La cosa mejora, pero tampoco tanto, si miramos a España, donde con cuatro millones de habitantes menos que nuestro último censo su mercado disfruta de dos y media veces más títulos por año.
En otras palabras, por cada cinco libros nuevos que se exhiben en las vitrinas de Madrid, sólo dos de ellos conseguirán saltar el charco y aterrizar en Bogotá, mientras que los tres restantes engrosarán el acervo de nuestra ignorancia. Esto es un ejemplo brutal de asimetría de la información y otro clavo más en el ataúd de nuestro subdesarrollo.
Esto quizás nos haga entender mejor el papel fundamental que desempeñan las distintas casas editoriales en el futuro del progreso de nuestra sociedad, pues son ellas las que, en últimas, tienen la decisión final sobre cuáles son esos dos libros de cada cinco que serán más fácilmente accesibles para el lector local y cuáles serán esos otros tres que estarán ocultos tras una inexpugnable barrera de importación franqueada con tasas prohibitivas para la gran mayoría de los colombianos.
Convirtiendo así a la lectura de determinados temas en un lujo y restringiendo de facto el acercamiento a todas aquellas materias que queden por fuera de dicha bendición. Esta facultad encierra un gran poder, uno si se quiere exorbitante, pues conlleva una influencia capaz de moldear la mentalidad y el pensamiento de toda una nación.
No nos digamos mentiras, por mucho que internet siga expandiéndose hasta al último rincón de Colombia gracias a la multiplicación exponencial de los celulares, es tal la facilidad con la que el lector puede perderse entre el ruido, las mentiras y la basura que flota por ella que, de momento, los libros siguen siendo una de las fuentes más fiables y sólidas de información de calidad. Por ello, deberíamos esforzarnos más en cerrar la brecha asimétrica de información que nos aleja de la competitividad.