Me gusta pensar en las cosas imposibles, en esos de repentes que la madrugada enseña y me han hecho ávido aventurero, peregrino en las travesías de pensadores y viajeros, para superar la distancia entre la fábula y la realidad.
Los duendes de mi nostalgia tramaron la conspiración, se aliaron como ángeles, o como pájaros, para tejer la red de seducción con hilos de lectura y la complicidad sentimental de la música, sentadas ambas a orillas de mi intimidad.
E hicieron a la geografía mediadora de toda esa emoción porque, al sondear la lejanía en mapas, paralelos y meridianos, iban fluyendo la literatura, la filosofía y el arte -en cada lugar-, como rocío regando el camino a mi fantasía.
El mundo se iba abriendo, sin timidez, mostrando intangibles que no pueden pasar desapercibidos, auroras y amaneceres en cualquier antípoda (lugar opuesto al que estamos), e idas y retornos que saben reunirse sólo en el pensamiento.
Es como sentarse junto a la ventana, desempañar la bruma de los cristales y descubrir un túnel de ilusiones en los pliegues del alma o, sin intentar siquiera comprenderlo, recorrer el sendero de la fascinación junto al sol, o la luna.
La lectura me hace sentir que el viento es capitán de mi barco, con la soledad por timonel y el eco del silencio a proa, para ir hacia el destino sin apegos y esperar una de esas viejas botellas que viene por el mar con un mensaje desconocido.
La sonrisa socarrona del tiempo me indica que debo sembrar más sueños en mi imaginación, con la majestad de una estrella anunciando retos intelectuales que debo asumir para aliviar, un poco, el vacío de mi alma.
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