La universidad colombiana es un claro ejemplo de la universidad napoleónica instaurada en 1806 y financiada con el objeto de formar profesionales que el emperador consideraba necesarios para el bien del Estado, organizada como un ejército en el que, en palabras de Alfonso Borrero, S.J., el general era el ministro de Educación; los rectores, los coroneles; los decanos, los capitanes; los directores de carrera, los sargentos y los profesores, los soldados. Mientras que Francia abandonó este sistema en 1896, nosotros nos aferramos a él y aseguramos que no cambie a través de las normas del así llamado aseguramiento de la calidad.
Antes de que la Ley 80 de 1980 le diera un marco legal y ordenara que la investigación y la docencia eran la razón de ser de la universidad, la poca investigación institucionalizada se hacía en el Instituto Nacional de Salud (INS) que, a imagen del Instituto Pasteur, produjo vacunas contra diferentes enfermedades humanas y la primera vacuna contra la fiebre aftosa, así como el suero antiofídico. ¡Hoy es un simple observatorio epidemiológico!
Pero si en salud el Estado nunca consideró que la investigación fuera parte fundamental de su quehacer, lo mismo se predica de la educación de alta calidad. Es difícil entender, entonces, cómo a pesar del desfinanciamiento estatal se haya podido llegar a la educación de calidad con universidades que aparecen dentro de las primeras de Latinoamérica.
Se tuvo que esperar a la creación de tres universidades, que a finales de la década de los años 40 abrieron sus puertas para cumplir con el sueño de formación de “una elite técnica y empresarial”, tan bien descrito por Frank Safford en ese extraordinario libro “El ideal de lo práctico”: la Universidad de los Andes y las Universidades Industriales del Valle y de Santander.
La Universidad de los Andes, creada en 1948 en Bogotá, estableció en 1950 el convenio 3-2, inicialmente con la Universidad de Illinois, que permitió que sus primeros ingenieros cursaran sus tres primeros años en Bogotá y terminaran su formación en Estados Unidos. Este convenio se mantuvo hasta mediados de los años 60 e introdujo una visión moderna a la ingeniería.
En 1945, la Asamblea del Valle del Cauca ordenó crear la Universidad Industrial del Valle, que en 1952 suprimiría el calificativo de ‘industrial’ al crearse su facultad de medicina. Quizás fue la primera en recibir una importante donación de la Fundación Rockefeller para asegurar un cambio en la enseñanza de la medicina, basado en la enseñanza e investigación en ciencias biomédicas por doctores que conducirían investigación de frontera y crearían programas de maestría y doctorado, concepto ajeno en esa época, cuando en medicina sólo había un pequeño número de especialistas graduados en Estados Unidos, Francia e Inglaterra. La Universidad Industrial de Santander no tuvo inicialmente apoyo de las fundaciones hasta el nombramiento de Rodolfo Low Maus en 1957, cuando obtiene recursos de varias fundaciones, entre otras, la Fundación Ford.
A partir de los años cincuenta, la universidad colombiana pudo por primera vez compararse en calidad con universidades norteamericanas. La Universidad Nacional de Colombia se unió a estas tres universidades en 1964 con la Reforma Patiño. Así se constituyeron nuestras primeras universidades de proyección mundial que hoy ocupan sitial entre las primeras universidades de Latinoamérica con un factor común: no es con recursos del Estado como se han construido las universidades de talla mundial en el país. El despegue de la verdadera universidad se da, entonces, con el apoyo de entidades extranjeras privadas, las fundaciones y cuando éstas se fueron del país, se quedaron sin recursos diferentes a los que pudieron conseguir por un tiempo de la cooperación de la Unión Europea y otros organismos multilaterales.
La pregunta que tenemos que hacernos es: ¿Cómo sobreviven hoy las universidades, particularmente las privadas, que viven de las matrículas de sus estudiantes para cumplir con su compromiso con el país y con la calidad? El Gobierno tiene la palabra.