Lo primero que deberíamos hacer en La Habana sería entregarles a todos y cada uno de los negociadores de las Farc una copia de la última encíclica papal. Por desalmado que sea.
Por recalcitrante que resulte frente a las buenas razones, es imposible que quien lea esta importante encíclica siga atentando despiadadamente contra el medio ambiente como vienen haciéndolo las Farc en las últimas semanas.
Sin duda alguna, esta encíclica se enmarca en la línea de los grandes documentos pontificios, y habrá de ser citada por muchos años como uno los pronunciamientos más importantes para creyentes y no creyentes –pues a todos va dirigida— que se hayan producido sobre el palpitante tema del medio ambiente y del cuidado del planeta.
Todos los temas que directa o indirectamente tienen que ver con la ecología, y que la encíclica presenta como una reflexión global, desfilan por las 192 páginas de esta luminosa cátedra del papa Francisco.
Para el papa, el problema del medio ambiente está indisolublemente relacionado con el de la pobreza. “Un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social” dice al comienzo de la encíclica.
Quienes más sufren con la devastación ambiental del planeta son los más frágiles, y buena parte de los estragos ecológicos que hoy presenciamos nacen de la indiferencia, o de la ineptitud de las políticas públicas para combatir la pobreza.
El Papa no duda en tomar partido, a menudo con una nitidez que no es usual en este tipo de documentos pontificios, frente a temas álgidos en el debate mundial sobre el medio ambiente. Por ejemplo, se pronuncia claramente en contra de las políticas que buscan la privatización del manejo y distribución del agua en el mundo contemporáneo.
Desde el punto de vista ético, uno de los aspectos más interesantes de ésta encíclica es la posición radical que asume el papa Francisco contra lo que él denomina el “antropocentrismo despótico que se desentiende de las demás criaturas”.
El hombre hace parte del Universo, pero no es la única criatura que allí habita. No puede ejercer por tanto un papel despótico frente a las demás criaturas, todas las cuales, como lo predicó el Santo de Asís, merecen respeto y no pueden ser avasalladas por una falsa visión antropomorfista del desarrollo.
El papa le saca también tarjeta roja a quienes practican actitudes ambientalistas frente a ciertos temas, pero no mantienen una ética coherente frente al todo.
Por ejemplo, denuncia la “incoherencia de quienes luchan contra el tráfico de animales en riesgo de extinción, pero permanecen completamente indiferentes frente a la trata de personas”.
El papa es escéptico de que los grandes problemas ambientales se puedan solucionar simplemente dejando que actúen las fuerzas del mercado.
Se requiere una intervención profunda del Estado. No solo expidiendo normas y códigos ambientales sino –lo que es más importante aún— haciéndolos cumplir. Reflexión que cae muy bien para el caso colombiano. “El mercado por sí mismo –dice el papa— no garantiza el desarrollo humano integral y la inclusión social”.
Retomando un lenguaje que ya había utilizado en otros documentos, en esta ocasión el papa Francisco nos habla del planeta tierra como la patria, y de la humanidad como el pueblo que habita esta casa común. Que nunca ha estado tan amenazada como ahora.
Es un documento claro y rotundo. No admite aguas tibias. No es sorprendente por ello que en algunos círculos recalcitrantes a admitir que el problema ambiental (entendido como una globalidad ética, como lo hace la encíclica) es quizás el mayor reto de las políticas públicas contemporáneas, hayan salido inmediatamente a rechazarla. Es el caso del candidato republicano Jeb Bush, hermano del rupestre personaje que no permitió que los Estados Unidos ratificaran el tratado de Kioto. Y que probablemente sin siquiera leer la encíclica se apresuró a descalificarla. (Colprensa)
* Exministro de Agricultura y Hacienda.