El Estado creado para ser generador del bienestar colectivo, requiere para su operatividad institucional, de buenos gobernantes, los cuales en principio, deberían ser los mejores hombres y mujeres del seno de la sociedad. Los pueblos ancestrales escogían sus ancianos, por la sabiduría, capacidad y honorabilidad que les caracterizaba, haciendo realidad lo que la Biblia nos recuerda al expresar que “cuando el justo gobierna el pueblo se alegra”.
No sé cuando nuestra sociedad, decidió cambiar el modelo de selección. Independientemente de la forma como se efectuara, por designación directa o por elección, debía escogerse entre los mejores. Ahora sucede todo lo contrario, parece que las credenciales que debe exhibir quien aspire a gobernar, deben estar precedidas de un prontuario escabroso que avale, su mal llamada, reputación.
La sociedad se rasga las vestiduras en público y reclama el relevo generacional necesario para extirpar el cáncer de la corrupción y la degradación ética-moral de nuestros gobernantes. Sin embargo, al momento de elegir se deja arrastrar por el constreñimiento ilícito del dinero o el beneficio personal, vendiendo la gobernabilidad a la ralea de delincuentes que terminan dilapidando los recursos, en lugar de implementar una verdadera política pública en favor de los necesitados, y en consecuencia, llenando sus arcas personales, con fortunas que no caben ni el “bolsillo de cristal” del fiscal, que al parecer es bien grande.
Colombia tiene una nueva oportunidad cada vez que escoge sus gobernantes. No la puede desperdiciar, dejándose llevar sutilmente a los extremos de la polarización que han querido generar en el país para alinderar las fuerzas políticas a favor o en contra de la paz. Esa no es la discusión de fondo, sino el sofisma de distracción para dejar contentas a las partes y permanecer en lo mismo. Como la técnica del policía bueno y el policía malo, lo único que quieren es perpetuarse en el poder para seguir mamando de sus beneficios. Pues en el gobierno o en la oposición, igual siguen usufructuando el poder. Lo que hemos padecido en los últimos años es una mutación del frente nacional.
Amigo lector, usted puede y debe hacer la diferencia, salga y elija libremente, pero sobre todo hágalo con plenitud de conciencia, pues lo que nos ha conducido al lugar en el que nos encontramos, es el creer que nada va cambiar. Debemos romper con el escepticismo y levantarnos a exigir lo que nos corresponde.
Lo cierto es que no podemos seguir viviendo en la insoportable hipocresía institucional, en la que nos encontramos, donde los gobernantes posan de grandes señores, hacen con los dineros públicos lo que quieren y presentan resultados de cómo gastaron los recursos públicos en demagógicos y mal olientes programas de asistencialismo. Esto no es otra cosa que una sutil forma de mantener en la pobreza a los más indefensos y utilizarlos a su antojo para llenar estadios si es necesario, con pancartas de agradecimiento, que no fueron hechas por ellos, sino suministradas por el manzanillo de turno encargado de arrastrar la gente. Lo triste es que los mismo que alzan las pancartas, ni siquiera saben que dice, porque la plata de la educación que acabaría con el analfabetismo al que han sido sometidos, se uso para la impresión de estas.
No perdemos la esperanza, pues queda un pequeño grupo de idealistas, luchando contra la corriente y estoy seguro que de allí nacerá la nueva oportunidad para Colombia.