“Kasparov es el actual campeón y hace unos años venció a Deep Blue, la computadora más inteligente del mundo”, es un recuerdo fijo en mi memoria, como grabado con fuego a pesar del tiempo. Así abrió Leonardo su primera clase de ajedrez hace 20 años ante la mirada expectante de las versiones colegiales de mi hermana y yo. Desde ese día y durante un lustro más, él se convertiría en el hermano mayor de los mellizos y con su juego milenario nos enseñaría las lecciones más importantes de nuestra vida: Aprender del amargo dolor de la derrota, mirar varias jugadas adelante para anticipar al rival y sobreponer la adversidad que la pérdida de piezas importantes implicaba.
Era un hombre enigmático, de vida reservada y poco contacto social fuera de la Liga de Ajedrez de Santander. La única referencia familiar que alguna vez le escuché es que a un pariente suyo lo habían destituido como técnico de la Selección Colombia luego de que pasara lo imposible y Brasil nos goleara 9-0, en una de las noches más vergonzosas del patético fútbol nacional de inicios del milenio.
Consagrado descifrador del jeroglífico diario de El Tiempo, generoso promotor de las mentas Chao en su clase y fanático de la banda sonora de Titanic, Leonardo no solo era un caballero dentro y fuera del tablero, sino también uno de los hombres más brillantes que haya tenido la suerte de conocer jamás.
En múltiples ocasiones su carácter de mentor se vio a prueba, bien fuera consolando las lágrimas infantiles que se me escurrían por las mejillas tras mi inesperada derrota contra el ciego del bastón en segunda ronda, protegiéndonos del humo de los gases lacrimógenos que se colaba por las ventanas cuando la policía espantaba a remedos de comunistas criollos, o acuartelándose durante días con nosotros hasta que mi hermana perfeccionara la defensa Siciliana que habría de convertirla en campeona departamental de Santander poco tiempo después. Su tablero gigante de fichas magnéticas y casillas blancas y aguamarina se convertiría para siempre en un recuerdo infalible de aquellos buenos años.
Hoy tengo la edad que Leonardo tenía cuando murió y consigo unos segundos frente a frente con Kasparov. Mirándolo a los ojos mientras le hablo por hablar de los temores de que Rusia intervenga en las elecciones de mayo, le cuento sobre las tardes en que Leonardo, mi hermana y yo repasamos sus partidas en Bucaramanga para desentrañar sus estrategias y cómo le cogimos aversión a Karpov sin que él nos hubiera hecho nada. Una sonrisa tímida se asoma en su rostro y se despide con su trémula timidez.
Leonardo nunca conoció a Kasparov, pero ahora Kasparov conoce a Leonardo y me gusta pensar que con ello él sonríe desde el cielo de los ajedrecistas. Ahora solo me queda una visita final a la Liga de Ajedrez de Santander, la cual vengo aplazando sin ningún motivo, para preguntarle al juez Albarracín por la ubicación de su tumba a la que iré para darle las gracias una última vez por ser mi maestro.