Me considero un cazador de librerías. Creo que son un lugar tan exótico como cualquier otra atracción turística de las ciudades y por ello son parada obligada en cada uno de mis viajes. He visto de todo tipo, desde la colosal Strand en Nueva York, que a mi juicio tiene en sus estantes un libro sobre cada tema en el planeta, hasta la descomunal Livraria Cultura en Sao Paulo, la más grande de Latinoamérica, con su imponente y amigable dragón de cartón que protege los estantes desde el cielorraso. Pasando por el callejón oculto del Sahaflar Çarsisi a las espaldas del Gran Bazar en Estambul, hasta los sábados que aprovechábamos con mi perro para caminar por los recónditos locales de la Carrera Octava en el centro de Bogotá buscando completar mis colecciones.
De lejos, las que venden libros de segunda mano son las más divertidas, pues nunca sabes realmente qué clase de aventuras encontrarás allí, ya que por lo azaroso del inventario cada visita es como ir por primera vez de nuevo. Los libros leídos en vidas pasadas tienen una mística de la que las relucientes ediciones recién salidas de la imprenta carecen. Es como si estuvieras viviendo las vidas de otros a través de ellos. En ejemplares así me he encontrado por casualidad con dedicatorias de amores eternos que lamentablemente no fueron tan eternos como se esperaban y hasta ediciones autografiadas a la ligera con las que el autor claramente trató de desembarazarse de un baby shower que lo cogió desprevenido.
Lo mejor, más allá del olor natural de los libros, que ya de por sí encuentro fascinante y una magnífica razón para salir de cacería (“Chico, si lo sigue oliendo va a tener que comprarlo” me interrumpió impertinente alguien alguna vez), también está la emoción de encontrar esas joyitas inesperadas que te alegran la semana. Como la edición de Cien Años de Soledad publicada por Editorial Sudamericana con la portada del barco en medio del manglar que luego se convertiría en Macondo, un tomo precioso escondido estratégicamente en una librería de la Calle 45, hasta una impoluta y excelentemente conservada edición de Pilón de William Faulkner con la que finalmente, tras dos años de búsqueda infatigable, pude reponer la que mi perro se comió cuando aprendía a usar sus molares de mascar.
Pero como todo, ellas también tienen un final. Siempre son diferentes, aunque siempre son igual de tristes. Entre ellos recuerdo con especial nostalgia el de Trilce, en la 65 con Décima en Bogotá. El último recodo de soledad de un anciano centenario y poeta extinto del período nadaísta colombiano al que no le importaba volverse rico sino pasar las horas hablando con extraños, comprando supuestas cartas de Bolívar a Santander que le ofrecían caza fortunas oportunistas y dando un descuento automático del 20% sobre el precio de sus libros cuyo precio ya estaba inflado con anticipación en un preciso 20%. Un sábado pasé a visitarlo y un aviso de “Cierre por medida cautelar para protección de patrimonio herencial” me partió el corazón.