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Nieve
Nos lanzamos bolas congeladas, que de lejos parecían como raspados voladores.
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Viernes, 12 de Enero de 2018

Recuerdo la primera vez que vi la nieve caer. Estaba en St. Louis mirando por la ventana hacia la casa azul del frente sobre la Avenida Schollmeyer, esperando y escuchando la entrecortada transmisión de la KMOX con las últimas noticias sobre la nevada. Yo con clase a la mañana siguiente, pero trasnochado por esas ganas frenéticas de presenciar por primera vez aquel desconocido fenómeno. Finalmente, empezó sobre la una de la madrugada. Silenciosamente, del cielo comenzó el lento y casi imperceptible descenso de los copos, un baile con mucha gracia que contrastaba con la fuerza incontenible de los aguaceros regulares. Abrí la ventana, retando el frío gélido del invierno de Missouri, y saqué la mano para que ese milagro milimétrico me tocara.

Al día siguiente salimos con Tom a jugar con las sendas pulgadas de nieve que se habían acumulado en el patio de la parroquia. Nos lanzamos bolas congeladas, que de lejos parecían como raspados voladores, similares a los que vendían a mil pesos con miel a la salida del estadio. Para concluir la tarde de diversión bajo cero, me acosté en el suelo para hacer angelitos como más o menos había visto que lo hacían en las películas. Fue una ridícula novatada que me aseguró un congelamiento casi inmediato por la ropa mojada. De vuelta en la casa, derritiéndome bajo 2 cobijas térmicas, le enseñé a Nancy que el pan podía untarse en el chocolate caliente y sabría delicioso. Nunca entendió qué le veía de fascinante al pan húmedo.

Doce años después, recuerdo estas escenas de pie en el portón del edificio mientras fotografío los estragos del “bomb cyclone” que golpeó a Nueva York con temperaturas glaciares que desquiciaron todos los registros históricos. Era difícil caminar con el viento golpeándote de frente, no solo por los pequeños torpedos cegadores en los que convierten los copos cuando te ingresan a los ojos a esa velocidad, sino por la fuerza misma de la corriente. Sientes que la madre naturaleza está enojada contigo y ni siquiera comprendes por qué. Eres vulnerable, no sientes la mitad del cuerpo, por momentos las montañas blancas te llegan a la rodilla y te duelen las articulaciones al intentar caminar. Todo mal. No puedes contra los elementos y te refugias en casa.

Aun así, nunca dejará la nieve de parecerme un material de lo más intrigante. Migajas de la arena del cielo que por sí solas son prácticamente indetectables, cada una con sus singulares y enigmáticas formas simétricas, como si Dios hubiese tomado dibujo técnico en la escuela, pero que juntas son contundentes como el hielo. Suficientemente moldeables como para traer a la vida a un muñeco con nariz de zanahoria, pero a la vez sólidas como el cemento por lo que su impacto duele y su derretimiento toma días, cuando ya está gris y mezclada con el exceso de ciudad. Tan bellamente inofensiva como mortal al mismo tiempo, cada vez que la veo vuelvo a ser el niño en St. Louis que se maravillaba por su misterio y glamur.

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