Francisco desde el Vaticano ha llamado a cesar la deificación de los animales pues nos recuerda los más encumbrados días del Imperio Romano: caballos cónsules, pájaros dioses, perros hijos y fieras ídolos populares.
La sociedad ha cambiado desde el tiempo de los Césares, pero no mucho. El cuidado de la naturaleza asigna a cada ser vivo un lugar importante en la cadena vital. Impone la protección de las especies más diversas y aboga por la libertad de los animales y su no uso para espectáculos públicos, así esa aspiración vaya en contra de los más ancestrales genes del hombre. Desmontar tradiciones nefastas es el papel de la civilización, nos dicen. La guerra también hace parte de la historia humana y la civilización no ha podido erradicarla.
Para nuestra relación con los animales hemos construido una “narrativa” que permite tranquilizar conciencias y al mismo tiempo aprovechar esos seres vivos como soporte para adaptarnos a un mundo incierto, costoso y de soledad individual; hemos resuelto poner a las mascotas en el centro. Eso estaría bien si no fuera en detrimento de los niños y de ellas mismas
El perro, por ejemplo, es inteligente y fiel compañero. Tengo tres. Pero es un animal y necesita espacio, no solo cariño. ¿Por qué los animalistas no protestan contra los dueños de perros que en apartamentos minúsculos tienen una vida de clausura en contra de sus genes, sanidad y vejez? ¿No es aquello tortura más sofisticada que las corridas de toros? Los perros son abandonados en las viviendas de sus dueños, por la modernidad del trabajo híbrido de las parejas. Si hay niños, perro y niños conviven en soledad. Al perro lo sacan por la mañana y por la noche. Al niño no. Al perro se le dice “niño”; a sus amos “papá y mamá”; a los padres de los amos “abuelos”; al niño ya no se le dice mucho. Y al momento de decidir entre perro y niño, seis de cada diez parejas prefieren un can. Lo indican las encuestas más recientes.
Al crecer la clase media aumentan las mascotas. Cuando hay más ingreso familiar, se quiere tener un perro, gato, caballo, araña; o de las prohibidas, como culebra, lora o iguana. Cuando empezamos a negociar el TLC con los Estados Unidos a principios de este siglo, el mercado colombiano de productos para mascotas valía unos sesenta y cinco millones de dólares anuales. Creció al 15% y ese mismo mercado se calcula hoy en mil doscientos millones de dólares. Siete de cada diez familias tiene un animal de compañía. Miles de zootiendas, zooliceos, zooclínicas y zooestéticas se ven en los poblados, grandes o pequeños, y cientos se abren anualmente. El mercado de productos para bebé es más pequeño que el de mascotas. No se ven nuevas tiendas infantiles en los centros comerciales ni en los pueblos; en los medios y redes hay secciones y chats, blogs e influencers para mascotas, no para niños; los supermercados tienen espacios más grandes para animales que para menores; para animales hay SISBÉN, seguros de rescate en caso de secuestro y cementerios especializados; hay instrucciones para evacuar mascotas en caso de erupción del Ruiz: no he visto el primer instructivo sobre qué hacer con los niños.
Preferir a los animales sobre los niños es cobardía de la juventud. La vida es incierta. Pero refugiarse en los animales para no sufrir en la descendencia familiar los reveses de la existencia habla mal del carácter contemporáneo de los seres humanos. Tengo y quiero a los animales, pero quiero más a mis nietos.
Los héroes militares y sus guías indígenas, repiten la gloria de la Operación Jaque con el rescate infantil en el Guaviare. El gran papel de Wilson en la terrible aventura, como de Salgari, debe hacernos ver que el perro salva niños y no al revés.
Con valentía, en el centro de la vida deben estar los niños. No los animales deificados, ni la política.