Es común ver en los periódicos hablar de la nueva normalidad. Pero, ¿qué es normal? y ¿qué es normalidad?
El Diccionario de la Real Academia Española define normal como “habitual u ordinario”. Pero a mí se me antoja que lo normal es realmente atributo de grupos humanos y no atributo de la humanidad entera. Es decir, normal no es un absoluto. Así, lo que es normal en cuanto a talla, color de piel y ojos para el danés, no es normal para el colombiano o para el español.
La corrupción es parte de la normalidad de las instituciones desde los tiempos de Roma. Por eso Moratín la precavía cuando decía: “Gobiernos dignos y timoratos/donde haya queso no mandéis gatos”. La normalidad en la distribución de la justicia no es la misma en Inglaterra y sus antiguas colonias que en España y en las suyas. La sabiduría popular recoge estas expresiones de normalidad en refranes, como por ejemplo, “la justicia es para los de ruana”.
Es normal que nuestro país esté sobrediagnosticado, pero ante un hecho nuevo se contrata un nuevo diagnóstico y éste queda en los archivos de la entidad contratante, sin que se tome acción alguna. Es normal que cuando se enfrentan grandes problemas, la solución sea aprobar nuevas leyes que, como desde la Colonia, “se obedecen, pero no se cumplen”, como lo sufrimos diariamente.
Normalidad no es lo mismo en cuanto a vías de comunicación en Estados Unidos y en Colombia. En nuestro país es normal que se contrate, pavimente y entregue una carretera terciaria, pero no que se contrate su mantenimiento, por lo que pocos años o meses después está peor que cuando era de tierra y grava. ¿Han ido de Chinácota a Ragonvalia?
Normalidad es lo habitual en una sociedad. En esos términos la normalidad es diferente en Marruecos, China, Japón, Rusia, Estados Unidos o Colombia. La nueva realidad es una aspiración que incorpora elementos necesarios para mantener la vieja normalidad y que, para muchos, se refiere a la utilización de elementos de tecnología digital que supuestamente significan cambios paradigmáticos en educación, administración y planeación.
Pero lo normal es que los grandes negocios se hagan más grandes y que la sociedad en general se haga más pobre. La nueva normalidad buscaría cambiar esa situación y disminuir las diferencias sociales y económicas entre grupos poblacionales. Para que esto ocurra, la normalidad política tendría que cambiar a una nueva normalidad en la que el bien de todos los ciudadanos esté por encima del bien particular de los políticos y de sus partidos. Una nueva normalidad política acabaría con una polarización real en sus principios pero perversa en la forma como desde las más altas esferas se la profundiza y atiza.
La normalidad en lo físico viene grabada y se transmite a través de nuestro ADN. Sólo condiciones epigenéticas pueden cambiarla y toma varias generaciones; la nueva medicina puede lidiar en muchos casos con sus posibles consecuencias adversas. Pero la normalidad social es algo que sí podría cambiarse a través de la concertación y del trabajo unido de todos los ciudadanos, en busca de una nueva normalidad justa, en la que se cumplan objetivos que han sido declarados por las Naciones Unidas como del milenio, entre los cuales, quizás el primero, sea la erradicación de la pobreza que, en lo particular y en lo social, también llevaría a la erradicación del hambre.
¿Será que nuestros políticos están a la altura de esta tarea? ¿Será que en vez de perder el tiempo en peleas absolutamente bizantinas, otra de las características de la normalidad heredada de los romanos, se logren acuerdos para que en Colombia se cumplan estos objetivos?
La pregunta fundamental es: ¿queremos para Colombia una nueva normalidad que, más allá de la utilización de medios digitales, asegure el ingreso equitativo para todos, genere empleo, acabe con la desigualdad económica y provea bienestar para todos los ciudadanos?