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La limpieza bucal no ha sido mi fuerte. De allí los problemas. 
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Viernes, 27 de Enero de 2023

Por estos días me ha tocado abrir la boca más que de costumbre. Lo hago ante tres ilustres odontólogos o cirujanos plásticos de la risa. La limpieza bucal no ha sido mi fuerte. De allí los problemas. 


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Los tres tienen el denominador común de que son jóvenes, conocedores. Parece que en la universidad les han dado clases de ética, a juzgar por la forma como tratan a su paciente. Piensan en el individuo, no solo en desocuparle el bolsillo. ¡Que viva Colombia!

Uno de ellos tiene buen sentido del humor que no incluye en los honorarios. El humor en la odontología es anestesia adicional.

Es gratis. Las universidades sólo deberían graduar odontólogos capaces de hacer sonreír al derruido y cobardón paciente. 

Mientras toca mis averiadas encías para indagar cómo ando de sensibilidad, mi dentista se mofa de quienes hablan del país político y del país nacional. “Esta dirigencia nuestra vive inventando palabras pendejas mientras la nación come mierda”, concluye. 

Es periodoncista, o sea, que se dedica “al estudio de suelos”. Son sus palabras. Su oficio, explica, consiste en definir si en la boca se pueden construir casas de uno, dos, tres pisos. Le suministrará la información pertinente a un colega suyo que se encargará del resto, de común acuerdo con el restaurador. Sí, restaura piezas dentales como quien restaura una obra de arte. O cambia la llanta del carro. Estamos en la época de la especialización minuciosa.

Amigo de los símiles, el periodoncista me informa que mi precaria dentadura es un débil puente que sostiene el paso de una tractomula. Coincide en su diagnóstico con otro colega suyo que he consultado antes.

Ando de arriba p’abajo con la radiografía de mi dentadura como si fuera una condecoración de un herido en combate. 

Me he convertido en el jefe de relaciones públicas de los caninos y molares que me acompañan con fidelidad perruna.

La reparación cuesta algunos millones, bajita la mano. Meterle más plata tampoco se justifica, me informa el dentista-humorista. Me sugiere consultar a otros colegas suyos antes de tomar la decisión final.

Cuenta que en USA, implantar un diente puede valer entre mil quinientos y dos mil dólares (hace muchos años). La cifra solo me asusta cuando llego a casa, donde puedo hacer la conversión de dólares a pesos.  A veces es conveniente tener la chispa atrasada.

Uno de los profesionales me da la buena noticia de que me podrían hacer una rebaja. Atribuyo ese cristiano gesto a la vestimenta que llevo puesta para la ocasión. Ni de fundas me iba a ir con uno de mis mejores ternos. Eso elevaría la factura.

Soy consciente de que debo tener buenas muelas para comer y lucir decente en la pasarela mundo. 

“Se tiene que volver un obsesivo del cepillo de dientes. Cargarlo como si se tratara de la cédula”, es la perentoria notificación de uno de ellos.

Adicionalmente, ha ordenado una serie de fotografías del estado actual de mis dientes para ir sobre seguro. Me quiere informar paso a paso cómo marcha el operativo. Me abstengo de decirle que me importa un carajo el proceso. Deseo que me arreglen la fachada y hasta luego.

La última odontóloga que sometió mi dentadura a labores de latonería y pintura me aseguró que el trabajo era para siempre. Ese “siempre” duró menos de dos años. A no ser que los odontólogos tengan un reloj distinto para medir la eternidad de una sonrisa...

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