Caminando de frente por el Paseo de Recoletos se llega al Palacio de Cibeles, una hermosa construcción centenaria de cinco torres a la que los madrileños de principios del Siglo XX acudían para enviar y recibir correspondencia, pero en la que actualmente opera la Alcaldía de Madrid.
Allí, frente a la famosa fuente en la que el Real Madrid celebra sus copas, por estos días se ha desplegado la imagen colosal de una bailarina mórbida que, parada de puntillas, realiza una intrincada figura de ballet con inesperada destreza. Sus trazos son inconfundibles y la serpiente humana que aguarda bajo ella mientras llega el turno de ver su colección delata al causante de tanto alboroto: Botero está en la ciudad.
Cuando yo nací, Botero ya era Botero. Le recuerdo en todas sus fotografías con el rostro mustio y el entrecejo fruncido, refundido entre el enojo y la concentración. Pero, paradójicamente, siempre he sentido que, más allá de un par de visitas universitarias a su museo en el centro de Bogotá o algún paseo familiar por su plaza en Medellín, Colombia nunca logró transmitirme la magnitud de su nombre. Como en la pintura el éxito se cultiva lentamente con el pasar silencioso de las exposiciones por las galerías, sin el barullo atronador de las medallas, las estatuillas ni los galardones, es tan injusto como entendible que la imagen de Botero se haya visto eclipsada por deportistas, escritores, actores y cantantes.
El golpe de realidad llegó una tarde en el Time Warner Center de Nueva York, aquel sofisticado complejo empresarial que marca el inicio de Central Park en la rotonda de la Calle 59. Quien entra buscando cualquier cosa se topa sin querer con dos moles de bronce monumentales. Un Adán y una Eva de casi cuatro metros con el mismo sobrepeso familiar de sus parientes en el Parque San Pío de Bucaramanga, en el Museo Nacional de Bogotá o en la Plaza Santo Domingo de Cartagena. En aquel instante, con el alma desbordada en patriotismo, entendí que Botero es muy grande, tristemente más grande de lo que nosotros mismos algún día llegaremos a darnos cuenta.
Todavía no termino de maravillarme al bajar todos los días por el Paseo de la Castellana y ver la escultura de “La Mano” parando el tráfico en la rotonda del Ministerio de Fomento o al cruzar por la icónica Plaza Colón y encontrarme con la “Mujer con Espejo” recostada sobre su propia desnudez en medio de la Calle Génova, y qué decir de los aterrizajes en el aeropuerto de Barajas, donde a la salida de la Terminal 1 “El Rapto de Europa” da la bienvenida a propios y extraños.
El número de artistas que logra la inmortalidad pictórica es, de lejos, inferior al de cualquier otra disciplina y, por ello, el que uno de ellos sea colombiano y esté a la altura de tantísimos otros maestros internacionales que le precedieron a lo largo de los siglos, es un motivo de orgullo infinito que sus esculturas y lienzos regados por el mundo siempre nos recordarán.
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