Uno no sabe -ahora- si todo fue una alucinación, si su viejo barrio fue una mentira, y si el tiempo tenía ese sabor dulce de las horas lentas que se colaban, plácidas, en el pensamiento, a tupir costumbres bonitas en el alma.
Si era que la luna nos prestaba instantes mágicos, para canjear algún sueño con el sereno que pasaba en su bicicleta, o escuchar un concierto de pájaros al ponerles frutas jugosas -y agua fresca- para su trinar.
(Qué gratas madrugadas sintiendo su revolotear entre la lechosa y el guineo, la dulzura de un pedacito de piña en su pico y la alegría rociada de gotas en el balcón, cayendo de sus plumas recién bañadas).
Ese era el ritmo natural de la melancolía, los sonidos rutinarios de la casa antigua, una vetusta máquina de coser, de pedal, o las campanas de un ancestral reloj de pared contando, por ahí, la ronda de la belleza.
Todas esas ausencias se cuelgan de la memoria de antes, de las calles, de los niños, de los prados por donde -entonces- el olvido caminaba más despacio, dejando flores en los rincones para guardar en ellas la fantasía.
Las cosas buenas se asilaron, o, en el mejor de los casos, se esculpieron en la intimidad con la virtud de retornar, cuando las convoca el corazón, a conversar de sencillez…con el amanecer.
Yo no estaba preparado para este dolor de antigüedad, pero la bondad del pasado me consuela con la sonrisa tenue del horizonte, mientras recupero el cielo con suspiros de ida y vuelta, en espiral, como el humo fiel del café que me acompaña. (He debido nacer hace 200 años…)
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