En las pocas cosas en las que posiblemente hay consenso, por lo menos de boca para afuera entre nuestros políticos y gobernantes, es en el hecho de que un país no puede desarrollarse sin que dedique parte de su Producto Interno Bruto (PIB) a la investigación tanto básica como aplicada.
En nuestro caso, los últimos Gobiernos han prometido dedicar hasta el 2% del PIB a la investigación tanto fundamental como aplicada. El Gobierno del presidente Duque no ha sido diferente y esa promesa apareció en su plan de gobierno. Pero hasta el momento, los hechos muestran que el CONPES de Política Científica y Tecnológica no se ha firmado y tampoco lo ha sido el Decreto de Gobernanza de Ciencia y Tecnología. De la misma manera, la Corte Constitucional declaró inexequible la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI) por vicios de forma, al considerar que se debió incluir en ella su estructura. Le corresponde al nuevo ministro de CTI pasar esos proyectos por el Congreso y lograr la firma del presidente antes de que termine este Gobierno. ¿Será que existe la voluntad política para que nuevamente ésta no sea una promesa fallida?
Es importante aclarar que el porcentaje del PIB que una nación invierte en CIT está compuesto del aporte estatal, generalmente para financiar la investigación básica o fundamental (que en Colombia apenas llega a un poco menos del 0,2%) y lo que la industria invierte en innovación, desarrollo y nueva tecnología. La investigación fundamental requiere inversión continua. La aplicada tiende a ser de tipo cíclico y siempre atendiendo más a la rentabilidad para los accionistas de las compañías que para un proyecto de país. Este último le corresponde al Estado.
Lo que ha pasado con el desarrollo de las vacunas contra el SARS-CoV-2 ilustra este punto. Varias compañías en los países desarrollados fueron capaces de producir millones de dosis de vacunas contra el SARS-CoV-2 en menos de seis meses, pese a las opiniones de nuestros expertos colombianos según los cuales el desarrollo de una vacuna tardaría más de 10 años y de sus afortunadamente fallidas predicciones, de que ninguna estaría disponible antes de cinco. Pero lo que no todos saben es que esa rápida respuesta se debió a que esos laboratorios habían venido desarrollando vacunas contra diferentes virus y conocían la ciencia y la tecnología para abocar el nuevo.
Pero este éxito opaca una falla estructural de la investigación que hacen las grandes compañías farmacéuticas, cuyo interés está en la producción de dividendos para sus accionistas. La investigación aplicada se financia mientras la perspectiva de ganancia sea alta y se abandona cuando la ganancia probable disminuye, independientemente de lo promisorio de los resultados de la investigación.
Hemos encontrado dos ilustraciones de este aserto en revistas científicas; hace poco se presentó una invasión de ratones en Australia, donde ha habido una sequía durante la última década debido a la cual la plaga había desaparecido. La gente paulatinamente se convenció de que ya no se necesitaba ni investigación ni expertos en el área. Pero acaba de llover, las cosechas están en peligro y no hay solución a la vista.
Por otro lado, en 2004, Sinovac, una pequeña compañía china, desarrolló una vacuna que resultó muy efectiva contra un brote de SARS. Pero en 2005 SARS desapareció súbitamente, la compañía no pudo continuar con su investigación y a duras penas sobrevivió hasta que en 2019 atacó SARS-CoV-2. Tardaron un poco más de seis meses para conseguir financiación y poner a punto su vacuna, que si la hubieran podido tener lista, podría haber impedido la pandemia.
Son algunos ejemplos para nuestros gobernantes que si tienen una visión de país tendrán que financiar desde las regiones la investigación de sus universidades tanto estatales como privadas.
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