Es natural que un nuevo gobierno, en especial si -como ocurre hoy en Colombia- se aparta de la ideología política del anterior, tenga una agenda propia sobre nuevas estrategias, reformas constitucionales y legislativas, ajustes y renovación de los cuadros directivos. Son las tesis triunfantes en el curso del proceso electoral y, por ende, es de esperar que quienes compartían los criterios de la administración saliente no acompañen muchas de las innovaciones propuestas. Y, obviamente, también es natural que quienes fueron partidarios del candidato vencedor se identifiquen con las ideas por las cuales votaron.
Pero, desde luego, tampoco se trata de despedazar todo proyecto reformatorio porque sí, ni de apoyarlo a rajatabla, inclusive sin conocerlo, y únicamente con base en los reportajes iniciales que concede el presidente elegido a los medios de comunicación. Allí hay esbozos de lo que podrá ser el nuevo gobierno, pero, para emitir juicios serios -a favor o en contra- en torno a reformas de cierta profundidad y calado -por ejemplo, la supresión o reforma de la Procuraduría-, resulta indispensable conocer la integridad de los proyectos, su contenido, alcances y fundamentos. Eso no se obtiene solamente a partir de una entrevista radial, y menos con apoyo en trinos publicados por las redes sociales.
Por esa razón, particularmente en lo que atañe a la Constitución Política promulgada hace treinta y un años -que ya ha sufrido cincuenta y cinco reformas-, más vale pensar muy bien, con prudencia y cuidado, acerca de las modificaciones que propongan formalmente tanto el nuevo gobierno como los partidos y la oposición.
Es claro que no hay obra humana perfecta, y por supuesto, ninguna constitución política lo es. Siempre requerirá ajustes, en la medida en que lo exija la evolución de los acontecimientos. Los nuevos fenómenos en todos los órdenes -social, económico, político, internacional, ecológico, tecnológico- implican desafíos para el Estado y para el Derecho. Frente a ellos, el sistema jurídico no puede permanecer estático, so pena de ser superado, revaluado por los hechos.
En consecuencia, mal haríamos en aferrarnos tercamente a las normas en vigor y en oponernos a toda reforma, porque ello implicaría petrificar el ordenamiento fundamental, y de eso no se trata. Pero una cosa es que la Constitución deba responder a la natural evolución de las cosas, implementando las necesarias reformas, y otra es que se imponga la tendencia a improvisar cambios institucionales por razones puramente coyunturales o por conveniencia política de corto plazo.
Algunos -de diferentes tendencias políticas- han propuesto la convocatoria de una asamblea constituyente, con el objeto de proceder a una revisión general de la Carta Política, en especial teniendo en cuenta no solo los cambios en referencia sino la incoherencia que han significado las muchas reformas introducidas. Esa posibilidad existe; fue prevista por la misma Constitución, si bien consagró varias exigencias para su viabilidad. Quien convoca es el pueblo, previo paso por el Congreso -que señala el temario-, con mayorías calificadas y revisión previa de la Corte Constitucional. De modo que esa convocatoria es viable, aunque cabe advertir: con los frenos necesarios para evitar desbordamientos y en especial para que, so pretexto de revisión integral, terminemos sustituyendo la Carta o dando lugar a peligrosos retrocesos institucionales.