Acabo de ver un video que me envió alguien por whatsApp, donde un tipo va por una calle no muy concurrida dejando caer unos billetes, distanciados unos de otros. Llega una ingenua muchacha en moto y al ver los billetes se baja corriendo a recogerlos, lo que cualquiera haría, pero deja la moto encendida, lo que nunca se debe hacer. Mientras se agacha y recoge uno, ve el otro más adelante y un tercer billete más allá. La suerte le sonríe a la muchacha ese día. Desafortunadamente aparece un tipo diciéndole que los billetes son de él, que se le cayeron y le muestra el manojo que lleva. La joven con pena le devuelve los billetes y regresa a su moto, pero no está. Se la han robado. Sin moto, sin billetes, sin nada. La suerte no le sonrió a la muchacha ese día.
Otro caso. Una jovencita, de escote pronunciado y faldita corta, le dice a un señor que acaba de hablar por celular (de alta gama), que le regale un minuto pues el suyo se le bloqueó y necesita que la recojan urgentemente. El caballero, atraído por lo bien dotada de la jovencita, le presta el celular. Otro sujeto se le acerca al señor y le pregunta por una dirección. El señor le informa detalladamente y cuando busca a la muchacha, ha desaparecido.
Una amiga mía fue abordada en la calle por alguien que le mostró un papel donde había una dirección, a donde iba a cobrar una plata. Le mostró la letra de cambio y otros papeles para que ella se diera cuenta que el tipo decía la verdad. Mi amiga tomó el papel, se lo acercó a la cara para leer mejor y “desde ese momento fui otra”, me dijo después. Algo tenía el bendito (o maldito) papel, porque ella terminó entregándole las joyas que llevaba puestas, el celular y algunos pesos que llevaba en el bolso. Cuando volvió en sí, se dio cuenta que la habían robado. No en una callejuela oscura, ni en las afueras de la ciudad, sino en pleno parque Colón y a plena luz del día.
Suficientes tres casos, para recordar que no hay que dar papaya, que seguro mató a confianza y que en la calle es mejor desconfiar de todo desconocido que se acerque a hacernos la conversa.
Desconfiar, desconfiar más y desconfiar siempre, debe ser la máxima. Y la mínima. Recuerdo que mi tío Santos Ardila, un comerciante de Las Mercedes, la primera vez que fue a Bogotá, llevaba los billetes gruesos en una bolsita de trapo, que se amarraba a la cintura y se la metía por dentro de los calzoncillos. Allá nadie le metía la mano.
Las mujeres del campo, que vienen a la ciudad sin bolso, se meten la platica al seno, donde se supone que tampoco ningún extraño mete la mano. Se supone, digo, porque cuentan que a una mujer le sacaron la plata de por allá, cuando iba en la buseta llena. Puso la denuncia en el CAI cercano y el agente le preguntó: “¿Y usted no sintió cuando le metieron la mano al seno?” “Yo sí la sentí, señor agente, pero no creí que era para robarme”.
Hay que desconfiar hasta de los amigos. Ahí anda el candidato De la Calle pidiendo limosna para pagar sus deudas de campaña, porque sus amigos y copartidarios le hicieron pistola, a la hora de la verdad.
Vargas Lleras estaba seguro de triunfar. ¡Claro! Tenía toda la maquinaria oficial a su servicio. Pero olvidó que las maquinarias viejas se oxidan y no funcionan cuando se les necesita. Esas maquinarias que no sirven, hay que chatarrizarlas, según dicen los que saben de eso.
De manera que la moraleja es clara: No hay que dejar que nos metan la mano por allá, no hay que creer todo lo que nos dicen y no hay que permitir que nos metan los dedos en la boca. Ahora que se acercan las presidenciales, yo veré. Hay que votar por el que es.
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