Lo ocurrido en Afganistán representa para Estados Unidos y sus aliados una humillación, que demuestra cómo su visión cultural egocéntrica no tiene cabida en pueblos tan diferentes. Algo semejante les había ocurrido a los soviéticos, quienes ocuparon Afganistán en la década de los ochenta con su expansión comunista. Todo lleva a rechazar el colonialismo y el imperialismo, sea británico, ruso o norteamericano.
Los estadounidenses invadieron Afganistán en 2001, a raíz de los atentados del 11 de septiembre, ya que dirigentes de al-Qaeda, como Osama Bin-Laden, operaban desde dicho país. No decidieron derrocar a los Talibanes para reivindicar a las mujeres ante el extremismo, ni tampoco en defensa de los derechos humanos. La presa mayor era Bin-Laden, quien cayó años después en Pakistán.
El gobierno Trump y los Talibanes acordaron en febrero de 2020 el retiro de las tropas norteamericanas de Afganistán. Esta realidad la encontró Biden. Era época de campaña y, en el sentir estadounidense, un deseo. Hoy todo es distinto, porque la victoria Talibán asusta, y la retirada de las tropas se interpreta como derrota estadounidense, después de 20 años de guerra y ocupación, imponiendo gobierno e instituciones, formando 300.000 soldados, y combatiendo a Talibanes y otros opositores. Se perdieron, más que 2.5 billones de dólares en logística, 170.000 vidas, de las cuales 4.000 fueron norteamericanas, y 166.000 afganas.
Afganistán, tierra que recorrieron conquistadores como Alejandro Magno y Gengis-Khan, es actualmente un país de 38 millones, en el que conviven 14 etnias diferentes, como los pastunes, tayikos, uzbekos, turcomanos, hazara, y baluchis, con una tradición de desconfianza entre sí, pero que al final se entienden porque el 99% son musulmanes sunitas, y tienen como lengua principal el dari o persa-afgano. Aunque su pueblo es pobre, su riqueza mineral es inmensa y diversa, valorada en 3.5 trillones de dólares, por lo que Estados Unidos, China y Rusia la apetecen con ansiedad.
La ideología Talibán deriva de una nueva ‘Sharía’ o ley islámica, que forma militancia, siguiendo normas de la etnia pastún. Los Talibanes fueron originalmente un movimiento estudiantil que apareció durante la guerra civil que siguió a la retirada soviética. Su mensaje, en principio unificador, les generó apoyo, por lo que llegaron al poder en 1996. Pero su radicalismo, con actos de barbarie, produjo rápidamente facciones y guerrillas opositoras.
Los medios y las redes nos entregan escenas ciertas de brutalidad talibán, dejando a la imaginación las apocalípticas que podrían darse. Nos muestran también, como acción humanitaria, la compasión debida a miles de afganos que huyen del régimen Talibán, ya por temor a la eventual barbarie, ora porque fueron colaboradores de una ocupación extranjera, que muchos afganos repudiaban. Ambos lados, en la absurda lógica de la guerra, han violado los derechos humanos.
Talibán, ¿Adónde vas?, es la pregunta que se formula el mundo. Los temores, ante la repetición de los excesos cometidos entre 1996 y 2001, especialmente contra las mujeres, son absolutamente válidos. Pero los Talibanes, en un país que hoy cuenta con 25 millones de celulares, entienden la fuerza de las redes y han optado por la moderación, ofreciendo pacificación y unificación del país, lo cual supondría una coalición de etnias. ¿Cómo creerles? La alternativa de gobernar solos y con radicalismo, que sería su fracaso, condenaría más todavía al pueblo afgano.
Los atentados del jueves, perpetrados por ISIS-K, grupo radical islámico enemigo de los Talibanes y Estados Unidos, complican todo, por cuanto centenares de soldados norteamericanos y civiles afganos, esperan ser evacuados. Un pulso difícil, por el alcance que tiene el terrorismo suicida.
Después de 40 años de guerra, muchos añoran al último rey, Mohammed Zahir Shah, considerado el padre de la Patria, quien gobernó entre 1933 y 1973. La suerte parece echada, en un país en donde el 63% de la población tiene menos de 24 años. Como dirían ellos, ‘Inshallah’, que sea la voluntad de Dios.