Tenía claro que el presidente Petro no haría grandes cambios después de los resultados de las pasadas elecciones; lo que nunca se me pasó por la cabeza es que se declararía ganador pues, mírese por donde se mire, las elecciones fueron un triunfo de las fuerzas de oposición al Gobierno. Así ocurrió en las principales ciudades, en la mayoría de los departamentos y, sobre todo, en el agregado de la población colombiana.
Más que reflejar una realidad, el triunfalismo del Presidente refleja una personalidad. Es la personalidad de alguien que no puede conceder una derrota –para no hablar de aceptar un error–. Eso simplemente no está en el libreto de los activistas. Además de su poca autocrítica, llama la atención la actitud del círculo que lo rodea: los ministros prefieren guardar silencio antes que contrariar al jefe. Aunque el riesgo de caer en desgracia es alto, el país ganaría con ministros más deliberantes. Además, es lo mejor que pueden hacer para sus propias carreras políticas.
Las voces que apoyan al presidente generalmente lo hacen con el mismo libreto: descalificar al mensajero e ignorar el mensaje. Cualquier crítica o llamado de atención al mandatario son descalificados no tanto por lo que dice sino por quien lo dice. Si viene de alguien que simpatiza con las ideas progresistas, como les ha ocurrido a varios periodistas, los ataques son aún más violentos. Este es un régimen lleno de intolerancia y fanatismos. Para ellos, toda crítica es malintencionada.
Con esa actitud, veo al Gobierno cada vez más endogámico y aislado. No hay ninguna intención de construir puentes con sus críticos, incluyendo los alcaldes y gobernadores que fueron elegidos con el apoyo de grupos de oposición. Por ello se equivocan quienes piensan que el presidente Petro seguirá el camino de Boric en Chile, quien –ante las derrotas electorales y la falta de mayorías en el Congreso– ha optado por desistir de su agenda reformista.
Después de las elecciones pasadas, muchos observadores piensan que ya Colombia emprendió el camino de regreso hacia las políticas de centro. Discrepo de esa visión, pues refleja otro tipo de triunfalismo. Más que conceder, el Gobierno utilizará nuevas cartas y duplicará las apuestas. Una de ellas puede ser girar hacia el populismo fiscal. Ya se está hablando de los nuevos programas y subsidios, como parte de la llamada renta solidaria. También se han dado señales de querer intervenir las tarifas de servicios públicos.
Otra carta que seguramente jugará es acercarse a grupos históricamente excluidos que demandan reivindicaciones. Alimentará la protesta y la movilización, lo cual redundará en la proliferación de mesas de negociación, bajo el paraguas de la ‘paz total’. Petro tratará de mostrarse como la única persona capaz de canalizar el descontento, producto –según él– de una larga historia de indiferencia y desgobierno.
Estas dos estrategias traerían consecuencias muy negativas para el país. La primera, porque un déficit fiscal desbordado se traduciría en más inflación, devaluación y tasas de interés más altas. A un crecimiento económico que ya luce pobre habría que quitarle algunos puntos por causa del deterioro de las condiciones para la inversión.
La segunda puede ser aún peor. Esa estrategia vendría acompañada de un deterioro de las condiciones de seguridad, pues restringe el margen de acción de las Fuerzas Armadas y de la Policía. Esto simplemente agravaría un problema de criminalidad que ya es la principal preocupación del país.
Por esto, el panorama para los próximos años no es alentador. Si el Gobierno no reconoce los resultados electorales, y se centra en una agenda viable y moderada, el país puede estar al borde de un deterioro mayúsculo. Este, por cierto, puede ser el escenario preferido por los extremos –de izquierda y derecha–, que siempre ven en este tipo de situaciones una oportunidad. El país pragmático y moderado no debería caer en ningún tipo de triunfalismo en este momento.
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