Por alguna razón no dejaban entrar celulares. No valía tenerlo apagado, desarmado ni dañado, simplemente el aparato no podía acercarse a las instalaciones.
Más que un soporífero examen de ética profesional para abogados, la seguridad del lugar daba a pensar que lo que se estaba llevando a cabo dentro del edificio iba más allá de un simple asunto de academia y, en su lugar, envolvía en sí mismo el futuro de toda la humanidad.
Una mañana sin teléfono, que sin la intención de serlo, se convirtió en la segunda parte del test.
Una vez acabada la parafernalia de la prueba, la cual cumplió con su rol de resaltar los curiosos parámetros de ética de los gringos, quedaba el camino de vuelta desde Pomonok. Una aventura de dos horas disfrutando del transporte público de Nueva York que arrancaba en los cafés chinos del Kissena Boulevard y atravesaba la ciudad como una exhalación hasta la cotidianidad del Morningside Park.
Pero una vez parado en la calle, bajo el cielo azul y sin la más mínima idea de hacia dónde moverte porque no tienes la voz robótica de Google Maps a la mano para guiarte, no hay forma de experimentar otro sentimiento distinto a la inutilidad total.
Y después viene el síndrome de abstinencia. Esa ansiedad absurda de no tener nada en el bolsillo aun cuando todos los días das por descontado que así es.
Sin ninguna alerta vibratoria que te saque de tus cavilaciones y con esa necesidad apremiante de siempre estar conectado o responder un emoticón con otro, miras por la ventana para contemplar la vida que está más allá de la pantalla, hablas con la gente, haces amigos, vuelves a ser persona.
Pero después te abarca la tranquilidad, una especie de liberación al recordar que en alguna época pasada, que por momentos se ve tan lejana, lograste vivir así y que allí estás, como el sobreviviente exitoso de una batalla contra la prehistoria.
Esta dependencia me recordó un famoso fallo de la Suprema Corte de los Estados Unidos emitido en 2014, por medio del cual se sentó el precedente sobre la importancia de los celulares, al punto de afirmar que se han convertido en un aspecto tan dominante e invasivo de nuestras vidas que si un habitante de Marte nos visitara concluiría que son una parte indispensable de la anatomía humana. Una triste verdad en la cual se está atrapado por más que se quiera escapar de ella.
Sentado en el metro veo a un anciano leyendo el China Daily y añoro mi infancia cuando los celulares solo servían para recibir llamadas de mis padres y para jugar culebrita. Eran buenos tiempos de colegio donde los pensamientos tenían cabida en cualquier momento de aburrimiento y las charlas con uno mismo eran más frecuentes y daban menos miedo.
Agradecí estar allí, desconectado, aunque fuera por unas cuantas estaciones más, escuchando el ruido de la ciudad pasando a toda velocidad, aunque el habitante de Marte pensara que mi anatomía en ese instante era incompleta.