Uno de los propósitos de los constituyentes del 91, era liberar el escenario y la actividad política de la camisa de fuerza de un bipartidismo vigente desde los albores de la república, que había limitado la consolidación de una democracia abierta e incluyente, señalada por muchos como una de las causas de la violencia subversiva que conoció el país por más de medio siglo; por todo el siglo veinte, afirman algunos. Esa apertura democrática, incorporada como elemento central de los acuerdos de ya firmados y por firmar, indudablemente ha jugado y jugará un papel importante en la construcción del complejo camino a esa paz que reclamamos y que no será total, pues en ninguna sociedad existe con esa característica; eso sí, ha de ser democrática, al ser vivida y protegida en un escenario político que admite y le da soluciones a la conflictividad social, que es consustancial a la vida en sociedad.
El lado cuestionable del desarrollo constitucional, fue que esa necesaria apertura política generó la explosión de pequeñas organizaciones que a nadie representan, salvo a sus creadores; miniorganizaciones con un marcado sabor personalista, pues su gestor y generalmente su candidato, suelen ser una misma persona o se redujeron a ser simples fábricas de avales. En los noventa, a la sombra de la nueva Carta, aparecieron las microempresas electorales en lo que entonces se conoció como la operación avispa, resultado de un sálvese quien pueda electoral. Y en el último periodo, acelerado en la presente coyuntura electoral, revivió la fiebre de creación o inclusive la resurrección de viejas organizaciones. Son 35 las que avalaron candidatos para las elecciones de octubre.
Es tan perjudicial para la salud y fortaleza de la democracia la cerrazón del bipartidismo que reinó hasta la constitución, como la dispersión por no decir, atomización del edificio partidista que estamos viviendo, que no otorga el músculo electoral suficiente para dinamizar eficazmente el andamiaje del Estado y garantizar que la opinión ciudadana no se disperse en mil opciones. Claramente una democracia viva y sana, que no sea simple fachada sino organización verdaderamente ciudadana y efectiva para el logro de los propósitos compartidos como expresión del interés general, no se localiza ni en el extremo de la hiperconcentración partidista, donde la experiencia máxima es la de los regímenes de partido único, propios de los regímenes totalitarios tanto de derecha como de izquierda, donde se imponen los sectores e intereses extremos, no democráticos y donde los partidos son simples apéndices del Estado.
Pero tampoco una democracia sana y operante puede operar adecuadamente en medio de su fragmentación, que lleva a la atomización de la expresión y poder de la opinión pública, es decir, de la acción ciudadana. El mensaje de la experiencia es claro, más partidos constituidos no significa que haya más democracia, pues su fuerza no depende de su número sino de su organización y representatividad; inclusive, más bien contribuye a la deslegitimación de la política, en la medida en que debilita su capacidad para representar los intereses ciudadanos y para transformar la realidad. Sencillamente, más partidos no es sinónimo de más democracia, pues un sistema de partidos raquítico debilita la gobernabilidad y la fuerza o capacidad opositora; así pierde tanto el gobierno como su oposición y el ánimo o compromiso de la opinión para, como actor político responsable asumir su responsabilidad ciudadana.
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