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Vacuna contra el egoísmo
Los países ricos, no solo tienen una responsabilidad ética con la vida de sus ciudadanos, también deben evitar una profundización de la brecha socio-económica con los países pobres.
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Lunes, 25 de Enero de 2021

La pandemia de la COVID-19 registra más de 2 millones de muertes y casi 100 millones de personas infectadas a nivel global. Las personas con menos oportunidades son las más afectadas. También ha puesto en desventaja a las economías más desiguales del mundo, con mayor pobreza o emergentes, que enfrentan condiciones críticas. No resisten más medidas restrictivas, por el catastrófico impacto económico que estas producen, pero al tiempo, sus desbordados sistemas de salud batallan contra el peor pico de la pandemia.

Esta realidad ha creado una cruel paradoja que ubica a algunos países como el nuestro bajo una espada de Damocles que oscila entre exponer a la población a mayores niveles de contagio y muerte, o condenarlos a una miseria exacerbada por la altísima informalidad. Por ello, resulta fundamental avanzar en la democratización global de la vacunación contra la COVID-19.

Esta debe ser entendida como una responsabilidad moral, que consiste en crear condiciones estratégicas y logísticas para vacunar masivamente con agilidad. Si bien hay que respetar los derechos de propiedad de las farmacéuticas, es fundamental que este principio no profundice dinámicas de exclusión. Está en juego salvar o condenar a los países pobres y a millones de desplazados y refugiados. Los países ricos, no solo tienen una responsabilidad ética con la vida de sus ciudadanos, también deben evitar una profundización de la brecha socio-económica con los países pobres que estimulen olas migratorias.

Para ese propósito, instituciones como la OMS y la OMC deben trabajar de manera coordinada para que se conformen regímenes normativos internacionales especiales que permitan, junto con regulaciones de emergencia claras y eficientes de los gobiernos nacionales, el acceso controlado a la propiedad intelectual de las vacunas. Paralelamente, los países, bajo la coordinación de la organización mundial de la salud y otras agencias multilaterales como la OPS, deben poder producir, en caso necesario, las vacunas. El regreso de Estados Unidos a la OMS, por decisión del presidente Biden, es una señal en la dirección correcta. Si solo unos pocos laboratorios en el mundo pueden producir las vacunas, será imposible que estas tengan alcance global y apenas quienes puedan pagar tendrán acceso.

La OMS debe recobrar relevancia y trabajar en la conformación de un fondo global en el que los países más ricos aporten para garantizar que los desplazados y refugiados sean vacunados. Esto no solo para garantizar un derecho humano fundamental, sino para evitar tragedias humanitarias en países pobres y desiguales como Colombia.

La ecuación es simple: o trabajamos por democratizar las vacunas o corremos el riesgo de configurar un esquema de exclusión global que aumente exponencialmente la pobreza, las muertes, el abandono y el caos en aquellos países y poblaciones que han tenido menores oportunidades de desarrollo. Si esto pasa, nuestro egoísmo habrá sido más trágico que la propia pandemia.

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