Cada vez estoy más convencido de que el país está perdiendo una de las mejores oportunidades para progresar, mientras otros siguen tomando la delantera. Venimos de dos décadas de progreso económico y social, interrumpidas bruscamente por la pandemia, pero con avances reales en muchos frentes. Retomar el ritmo para dar mejores resultados en lo social y en la infraestructura, es nuestro gran reto.
Las secuelas de la pandemia todavía se sienten y, en frentes como la pobreza y la educación, el país está estancado. Por ejemplo, el cierre de colegios –hoy muy cuestionado en el mundo— representó un atraso equivalente a siete meses de educación, que no se han recuperado. La cobertura de educación superior, algo a lo que el actual gobierno le apostó, no ha aumentado.
Pero más allá de lo lamentable que resulta ese grave rezago, lo más delicado es que nunca habíamos tenido tantas y tan buenas oportunidades para progresar. No hay muchos países que puedan ofrecer —al tiempo— energías limpias y convencionales, minerales, tierra y agua para la producción de alimentos, todo esto sin confrontaciones y amenazas frente a los socios comerciales. El problema es que no estamos aprovechando la mano de cartas que nos ofrece la geopolítica global, tan llena de desafíos y con muy pocos países que —como Colombia— podrían estar ofreciendo soluciones en lugar de nuevos focos de tensión.
Seguramente, muchos pensarán que la administración de Gustavo Petro es el mayor obstáculo, y no les falta razón. No hay un clima propicio para la inversión. Como si fuera poco, la desconfianza es creciente entre el empresariado. Nadie se atreve a pensar más allá de la controversia que ocupará la atención la próxima semana. En esas condiciones todo el mundo hace apuestas moderadas.
Algo que agrava el panorama es la inseguridad. Las encuestas de opinión, así como estudios cualitativos que he visto, son verdaderamente alarmantes. Desde los pequeños tenderos que tienen que pagar vacunas hasta los grandes empresarios preocupados por los secuestros, en todo el país hay un temor generalizado frente al avance de la criminalidad en sus múltiples manifestaciones. Y ni hablar de los sanguinarios ataques de las disidencias de las Farc, o Emc, ahora convertidas en poderoso actor político. El rechazo a la estrategia de paz total —mal concebida y pésimamente implementada— acabará arrastrando el acuerdo de paz de 2016. ¿Por qué lo digo? Las encuestas son contundentes en señalar que la gente quiere que aparezca un Bukele en el firmamento político colombiano y, con él, la política de mano dura.
Esta realidad refleja que más allá de la incertidumbre que genera el actual gobierno, del desorden y su baja capacidad de gestión, hay un problema peor. Desde hace algunos años se ha instaurado en el país una nueva cultura política donde hay una clara ausencia de liderazgos que promuevan la búsqueda de consensos y la concertación. Los liderazgos son, por el contrario, excluyentes y revanchistas. La política caudillista le ha ganado el pulso a una democracia liberal, más representativa e incluyente.
Hay un gran número de colombianos que considera que las 4G no son sinónimo de estafa, que las EPS funcionan mejor que todas las demás alternativas que hemos ensayado –incluyendo el manejo por parte del Estado—, que no es conveniente dejar la mayor parte ahorro pensional en manos del Gobierno y que una reforma laboral que entorpece la generación de empleo no es buena idea.
Pero ese país —con sus empresarios, trabajadores, académicos y jóvenes— no encuentra cómo aglutinarse políticamente. Ese es el reto que tenemos hacia adelante. La fórmula no es difícil. No negociar con grupos armados que son, ante todo, organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico, y empoderar a las Fuerzas Armadas. Y algo fundamental: asumir con pragmatismo que Estado y mercado se necesitan mutuamente, se complementan, y que su trabajo armónico es la manera de acelerar el desarrollo y aprovechar todas las oportunidades que tenemos.
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