Siempre que veo Juegos Olímpicos, como los de ahora en Tokio, me entra una nostalgia, la verraca, porque me lleno de recuerdos. Y si no lloro es porque soy mucho lo macho, pero ganas no me faltan. “No llore, que parece una niña”, me decía mi mamá cuando me veía moquiando. Desde entonces es poco lo que moqueo, aunque de vez en cuando, lo confieso, se me sale una chorrera de lágrimas. “Hay golpes en la vida…tan fuertes…yo no sé…”, dijo el poeta. Yo tampoco sé, pero que berreo, berreo.
Recuerdo. Fui seleccionado alguna vez para participar en las Olimpíadas de ese año. Yo era fuerte, ágil, con pinta de atleta, aunque ustedes no lo crean. Mi piel era lisa y mi cabellera era abundante, y escuchaba sin necesidad de audífonos y veía sin necesidad de gafas. Y donde ponía el ojo, ponía la pepa. Seguro. La gente, es decir mi hinchada (mi mujer y mis hijos), tenía puestas sus esperanzas en mí.
Mi entrenador, en cambio, no se sentía muy seguro de mis avances. Póngale verraquera, me decía. Poco a poco fui mejorando hasta que pude ingresar a la Selección.
La tarde de la inauguración, fue apoteósica. El sol ya había calmado sus fuertes rayos y una brisa refrescante se cernía sobre todos los participantes. Desfilamos por las calles adyacentes al complejo deportivo, algo así como la Villa Olímpica. Banderas, pólvora, música y nuestra marcha airosa. Cada delegación lucía trajes típicos. La nuestra sobresalía por la indumentaria: sombreros vueltiaos, guayabera y cotizas, los varones; polleras anchas las damas viejonas; las muchachas, minifaldas tricolores. Abundancia de colores y de alegría y todo era una fiesta. Fiesta del carajo. Alguien de la delegación llevaba una botella de aguardiente, que iba circulando clandestinamente entre los desfilantes, para los nervios. Mis nervios eran abundantes. Eran mis primeras olimpíadas. La ceremonia protocolaria fue todo un éxito. Fanfarria, danzas, actos culturales. Y en eso se nos fue la tarde. Cuando el director lanzó a los cuatro vientos su discurso, ya las sombras se empezaban a colar en la villa. Sus sentidas palabras nos llevaron a la Grecia antigua, la de las primeras olimpíadas de la historia, y nos pusieron la carne de gallina cuando repitió aquello de que “Hacer deporte es hacer patria”. Pero la euforia se apoderó de todo el mundo, cuando su voz se elevó hasta el cielo para proclamar: “Que gane el mejor”. Entonces rompimos filas y el griterío se elevó por encima de los techos y los vecinos se asomaron a fisgonear: Comenzaban las Olimpíadas de La Opinión.
Había de todos los deportes: fútbol, atletismo, ciclismo, billar, ajedrez, damas chinas, parqués y, obvio, el deporte favorito de los cucuteños: las bolas criollas. Yo esperaba que hubiera trompo, metras y runcho, pero los organizadores de las Justas e injustas no los programaron, seguramente para evitar que yo me llevara esos oros, pues soy un ducho en tales competencias.
Yo participé por Redacción, al lado de periodistas y columnistas y fotógrafos. Me inscribí en Bolas criollas, aunque a decir verdad, no soy muy hábil en las técnicas del arrime ni del boche, pero algo aprende uno de los que más saben arrimar y bochar. Hice lo que pude y no fue mucho lo que pude.
Participé también en ajedrez y fue en esa disciplina que pude subir al pódium. Gané la medalla de bronce: afortunadamente sólo fuimos tres los participantes. Di gracias al cielo por la presea, aunque no fue mucha la alegría que produjo este triunfo en mis seguidores. Otra vez será, me dije, pero la pandemia se tiró en todo.
gusgomar@hotmail.com
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