No habían pasado 15 minutos cuando Daniela* -cabello castaño oscuro, amarrado con una moñita azul y de tierna sonrisa-, agachó la cabeza y rompió en un llanto incontenible. Minutos antes, todo era risotones y juegos, pero ahora le temblaban hasta los tobillos.
Cuando promediaban las 9:00 de la mañana del pasado 21 de octubre, había pasado la prueba de un perro antinarcóticos. Luego, cruzó el marco de una puerta detectora de metales, hasta llegar a un inmenso enrejado que separa a los presos de los hombres libres. Hasta allí, parecía una caminata divertida.
Era la primera vez que visitaba el Complejo Carcelario y Penitenciario Metropolitano de Cúcuta. La terapia de choque consistía en llevar los ojos vendados. Pero, en adelante las cosas empezaron a ponerse difíciles, pues no era fácil estar en un sitio rodeada de delincuentes y menos a ciegas.

Los jóvenes estuvieron cerca de 3 horas en la cárcel donde compartieron con varios internos.
Con 17 años, Daniela es descrita por la coordinadora de su colegio como una niña tímida, que se guarda sus conflictos familiares, pero que podría estallar de un momento a otro. Y no se equivocó, pues el más profundo de sus miedos salió a flote adentro, en la penitenciaría.
Casi sin poder hablar, gemía, entre sollozos, que no quería vivir más esa horrenda experiencia, mientras estaba frente a un grupo de presos que golpeaban las rejas de las celdas y hacían ruidos de espanto. Ellos, le aconsejaban que no querían verla, ni a ella, ni a sus compañeros de bachillerato en esta cárcel.
Daniela llegó hasta las celdas siendo la cuarta en la fila, con 32 compañeros de undécimo grado (también con los ojos vendados) por los estrechos y calurosos cuartos de encierro. Los guardias, confabulados con los presos, les tenían preparada una inusual bienvenida en la Unidad de Tratamiento Especial, conocida como la UTE. Mientras un dragoneante golpeaba las puertas de adrede, los convictos le seguían el juego gritando.
Una vez, les pidieron que se quitaran las vendas, el grupo de jóvenes vio que por el piso de concreto y por entre las gruesas paredes y barrotes se delineaban las sombras de las cabezas y los brazos de varios internos hacinados.

El programa delinquir no paga está encaminado a la prevención del delito para bien de la paz y el postconflicto.
El olor a orines y excremento era insoportable, mezclado con comida y al fuerte aroma que solo expelen los hombres que tienen impregnada su piel con sudor de varias horas o hasta días.
Adelante, encabezando la misma fila, iba Sebastián*, de 17 años, quien se veía despreocupado. Se le notaba tranquilo porque siempre lleva una mano entre el bolsillo. La coordinadora tampoco se equivocó al describirlo como un joven callado, independiente, pero influenciado por los demás. Y eso le preocupa.
La presencia de los jóvenes alerta a los demás presos que los saludan como amenazándolos: ¡psst... psst... psst! ñero venga. Bien o qué ñero!.
Sebastián, de pocas palabras, saludó a uno de los internos que empuñó su mano y la estiró directo hacia su humanidad.
-¿Siente miedo?-, le preguntó.
-Normal-, le respondió.
Pese a que le dijo no sentir temor, su corazón (palpitando a mil por segundo) demostró lo contrario.
Enseñanza
Todos siguen en fila. El de atrás se sujeta de los hombros del de adelante. Mientras, Daniela, por lo tensa, casi ahorca a su compañera de fila con un camibuzo blanco que todos vestían.
La rectora Ilda Ayala, administradora del colegio Comfaoriente, que también camina con el grupo, dice que este es un capítulo que ninguna persona puede olvidar en su vida.
Más que maestra, Ayala ve a sus estudiantes como sus hijos, según dice.
La idea de llevar a los muchachos a la cárcel surgió hace apenas tres años, cuando tuvo que controlar a un grupo de estudiantes, de los llamados “difíciles”.
Ahora, la experiencia es parte de un programa del Instituto Nacional Penintenciario y Carcelario (Inpec) que lleva por nombre ‘Delinquir no paga’.
“No se me olvida que teníamos unos muchachitos que no los controlaban ni los papás. Un día le pasé una carta al director de la cárcel para que me dejara llevar a los estudiantes ‘problema’ y hoy creo que de algo les sirvió. Por eso, lo seguimos haciendo con todos”, comenta la rectora.
El objetivo -dice- es que sus estudiantes vivan la experiencia de estar en una cárcel por unas horas y que eso les quede de reprenda para que nunca vuelvan.
Unos de los guardias comentó que los jóvenes deben salir de lo teórico y enfrentarse a la vida “Oler los orines, el sudor, ver la comida de los presos, el óxido de los barrotes de hierro de las celdas que se cierran a menudo a totazos. Eso puede hacer reflexionar hasta al chico más difícil”.
En ese momento, Jhonny Alejandro Sanguino, un convicto de alta peligrosidad sale esposado de manos y pies. Su aspecto escuálido y sus ojos rojos atemorizan. Está allí purgando una pena de 56 meses de prisión por consumo y distribución de estupefacientes.
“Vea muchachos. ¿A ustedes les parece esto bonito? Yo estoy aquí, aislado de mis dos hijos a los que amo por ir por el camino de la rebeldía, de las drogas, y todavía estoy esperando a que me juzguen por el asesinato de ‘Chepe’, otro interno por el que me acusan por homicidio, en una riña que tuve hace 15 días”, señala el presunto asesino, quien anhela salir a la libertad.
En el complejo penitenciario, donde hasta la primera quincena de octubre habían 4.126 reclusos hacinados, solo hay servicios públicos a ciertas horas y a diario se entremezclan diferentes ruidos: los de los cerrojos de las celdas, los gritos desesperanzadores de los internos y las prudentes voces de las personas que, como los mencionados estudiantes, llegan a la penitenciaría para ser testigos y replicadores de que delinquir, verdaderamente, no paga.
* Nombres cambiados .
