A las 5 y 38 de la mañana, justo cuando las luces se apagan y el canto de los pájaros que de dan la bienvenida al nuevo día empieza a confundirse con el sonido de los carros, los habitantes taciturnos del Parque Santander se levantan para preparar una nueva jornada de supervivencia.
El primer paso antes de empezar a trabajar es acicalarse, no importa cuál sea la labor a desempeñar. Mientras un grupo de personas se lava los dientes con crema dental y cepillo en mano, junto a una de las fuentes del lugar, Antonio Díaz se sienta en la silla, la misma que fue su cama en la noche, saca una máquina de afeitar de su bolso viejo y empieza a cortar, poco a poco, sin la ayuda de agua ni jabón, los pelos que esconden su rostro.
Después de 40 minutos de trabajo meticuloso, con la guía de un pequeño espejo que sostiene con su mano izquierda, este hombre que antes parecía de 50 años, muestra su verdadera cara. Ojos hundidos por las ojeras que deja la calle y 15 años menos.
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Cumplido el primer paso, él inicia la segunda labor antes del trabajo: desayunar. Para ello revisa despacio, sin afán, una a una las pequeñas canecas de basura ubicadas por la calle 11 entre avenidas quinta y tercera del centro de la ciudad. Sin éxito, continúa su camino hasta las inmediaciones del centro comercial Ventura Plaza, en donde se sienta a pedir dinero a la gente que pasa o a limpiar vidrios de los carros.
Ya son las 6 y 40 de la mañana, pasaron apenas unos minutos desde que Díaz abandonó su hotel improvisado. En las inmediaciones del parque, empiezan a aparecer algunos vendedores ambulantes de comida y las palomas se apoderan del centro de la plaza, como si estuvieran en una reunión familiar, hablando unas con otras.
A esa hora en el centro de la ciudad se muestra la diminuta figura de María Trinidad Mora, que dice no recordar su edad, pero a juzgar por su pelo teñido de blanco, la espalda encorvada y la paciencia de sus extremidades para moverse, puede tener más de 70 años.
Viene del barrio Cuberos, vive con una hija en una casa, en donde, según ella, “no hay nada qué echar a la olla”. Por eso todos los días, sin falta, sale a mirar cuántas monedas puede recoger en una tasa morada que pone junto a ella. Permanece sentada desde que llega, hasta las cinco de la tarde, cuando el señor del carro que la transporta vuelve para recogerla. “Soy más de buenas, no me cobra nada”, dice, dejando salir una sonrisa tan grande como sus 1,40 metros de estatura.
Si usted se le acerca tal vez le pida un café o algo para comer, al tiempo que une las palmas de sus manos, como si estuviera pidiendo la bendición.
Hasta las 7 de la mañana ella era la única habitante de la avenida quinta entre calles 11 y 12. Con paso cansino, acompañado de un palo de madera que le sirve como bastón, entra en escena Mario Moreno, no ‘Cantinflas’, sino Flórez, que a simple vista parece tosco, pero quien en realidad habla con gran elocuencia y ríe con tal particularidad, que no tiene nada que envidiarle al icónico humorista mexicano.
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Se sienta en la misma calle de María Trinidad, a unos metros. Pasa y la saluda, como si fueran viejos amigos, porque lo son. Ambos llevan muchos años viviendo de la limosna en esta misma calle. A ellos todos los conocen, los empleados de los negocios, los vigilantes del sector, al punto de que fueron los únicos que se mantuvieron en el lugar después del desalojo de vendedores ambulantes que esta semana hizo la Policía Nacional.
“Esos policías vienen y me quieren llevar al ancianato. ¡Ja!, de aquí no me sacan, dice Mora; Flórez es un poco más bravo y se refiere a ellos (policías) como los “hijuepu*** esos”.
Este hombre de 73 años y medio ciego, porque dice que “que ve a medias”, padece un problema que le impide controlar la orina y que lo obliga a utilizar bolsas plásticas como si fuesen sondas, que después lanza a la calle. “No le pegué a nadie”, dice mientras ríe, mostrando los últimos cinco dientes que le quedan en su boca.
“Aquí me quedo hasta la una, recoja lo que recoja, después me voy para mi casa en Los Patios, me hago almuerzo de las 4 (de la tarde) y después de las 7 (de la noche) me acuesto a dormir”, cuenta mientras mueve y hace sonar un vaso plateado con el que pide dinero. Hasta $10.000 logra reunir al día, pero eso no es nada para todo lo que necesita.
Ya a las 8 y 30 de la mañana, cuando el comercio está empezando su jornada y los almacenes abren sus puertas, el número de personas que piden dinero en la calle aumenta. Entre ellos se destaca la figura de un hombre canoso y con barba blanca, descalzo, vestido apenas con un pantalón y sin su brazo derecho, cuyo cuerpo tiembla junto a una tasa naranja donde algunas personas le dejan una que otra moneda.
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Se llama Tino Ortega, tiene 54 años y llegó caminando hasta la calle 11 entre avenidas tercera y cuarta. Lleva un bolso que le sirve como almohada, donde guarda las chanclas y la camisa que se quita antes de tirarse al andén.
El temblor también aparece solo cuando está en el piso y al preguntarle el porqué de la escena, guarda silencio y agacha la cabeza mientras sus ojos se llenan de agua. “Llevo un año viviendo en la calle”, puntualiza.