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Cúcuta
Recoger basura, un trabajo ‘pa’ machos’
El mal manejo de las basuras como vidrios y agujas es uno de los mayores peligros en este oficio. 
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Jorge Andrés Ríos Tangua
Viernes, 16 de Febrero de 2018

Uniformes limpios, botas amarradas y todo el equipo listo. Son 18 kilómetros de recorrido al trote, como en el Ejército. Pero antes de que el camión pite hay que estirar piernas y brazos para evitar un desgarro muscular, porque un atleta de alto rendimiento como estos no puede darse el lujo de no estar al ciento por ciento.

El recorrido es exigente, es pa’ machos. Se necesita fuerza para levantar las bolsas y las canecas del piso, rapidez y puntería para tirarlas dentro del camión, agilidad para no dejarse atropellar de un carro o una moto, aguante para no vomitar por los olores, y suerte, y mucha suerte, para no cortarse con vidrio, pincharse con una aguja o encontrarse con un perro ansioso por morder.

Así es el trabajo de un recolector basura

 

Diego Fernando Montaña Apache, de 25, lleva tres años recogiendo basura, corriendo detrás de un camión que nunca para —como un loco— una máquina de trabajar que a las 10 p.m., después de tres horas y bañado en sudor dice que hasta ahora está calentando. Tiene razón, le faltan seis horas de trabajo. Aunque todo está cronometrado para terminar a las 3 a.m., los retrasos no faltan: esta vez, todo culminó a las 4 y 10 am, ya cuando los gallos empiezan a cantar.

A él, su pasado militar —5 años como soldado profesional— le ayudan a soportar el trote. “Es más difícil ser soldado”, dice. Hace unos años, cuando patrullaba las montañas del sur del país —en Nariño—, vio cómo sus compañeros perdían las piernas o morían víctimas de las minas antipersonas. Por eso se alejó de la milicia y llegó a Cúcuta, donde ve la labor de recoger basura como cualquier otra.

En Natagaima (Tolima) dejó a su familia, pero en Cúcuta consiguió esposa. Con Diana vive en San Martín. Ella valora su trabajo, sabe que es muy duro, llega muy cansado, “eso se le nota en todo, pero gracias a eso hemos podido ir creciendo, compramos cositas, yo estoy terminando de estudiar y él también”. Él estudia tecnología de sistemas en la mañana, pero la meta es ser ingeniero en esta misma especialidad.

Apache sabe y reconoce que en esto no puede durar toda la vida, el cuerpo no lo soportaría. El dolor en manos y espalda, y las piernas temblorosas al final de cada jornada, se lo hacen saber. Aunque acostumbrados a este ritmo frenético de trotar, agacharse, recoger, tirar bolsas y subir al camión, a él y sus compañeros les duele todo después de recorrer unas 140 cuadras y llenar dos veces el compactador de basura, que tiene cupo para 14 toneladas.

“Estos muchachos son duros, el trabajo es difícil”, dice Elber Torrado, el conductor del camión, que ha visto como a muchos de los que se prueban en este oficio les da la pálida a la mitad del recorrido y no  vuelven. Detrás del timón, es el encargado de marcar el ritmo de avance. Si el camión para, los recolectores también; pero eso sucede muy pocas veces: por una avería mecánica, para recoger un soterrado o cuando los lleva a comer. “Uno no puede descansar, hay que terminar a tiempo”, explica, y mira los espejos retrovisores: revisa que los operarios estén bien; esa es su prioridad: la seguridad de ellos.

También hay pequeñas paradas inesperadas, como la de las 10 y 30, hora en que Apache y su compañero de fórmula, Luis Villamizar, se cruzan en una de las calles del centro de Cúcuta con Jairo Contreras, un reciclador de 62 años que a esa hora monta sobre su carreta 100 kilos de cartón, mientras su esposa —con artrosis— duerme en un andén. Espera que el hombre termine.

Muy pocas personas entienden la dificultad y el esfuerzo de recoger basura, y nadie mejor para hacerlo que un hombre que desde hace 17 años se gana la vida vendiendo la basura de otros. “A ellos les toca duro”, asegura Contreras, por eso al ver el camión alista su pote amarillo y les ofrece agua, que ellos (Apache y Villamizar) reciben con gusto. Casi un oasis en medio del Sahara. 

A comer….

A las 11 y 30, la primera parte del recorrido está terminada. El camión va a dejar su carga en el relleno sanitario El Guayabal. Los operarios aprovechan que están en el recorrido del centro, para ir hasta la sede de Aseo Urbano y comer en la sala de descanso, muy cómoda, que adaptó la empresa. Se llama El Oasis. Cuando están en los barrios, las sillas son los andenes, y la mesa el piso.

Allí, Apache, 78 kilos de peso y Villamizar, que podría pelear en la categoría pluma de boxeo, 55 kilos, saludan a su tercer compañero: José Alexánder Landines, 34, el papá del grupo, contratado hace 4 años, pero otros más de experiencia cuando se trabajaba por cooperativa.

Landines —todos se llaman por el apellido—, fue el primero en llegar y tiene más cara de cansancio que los otros dos. La razón es que en este turno cumple la tarea de ir varias cuadras delante del camión, apilando las bolsas de basuras en uno, dos o tres grupos por cuadra, para que sus compañeros puedan recogerlas más fácilmente. Él camina a paso de marchista olímpico todo el recorrido, intentando no dejarse cazar de sus compañeros.

Hablan poco, la cuestión es de hambre. Villamizar saca una arepa rellena, Apache, un portacomida con arroz, carne y maduro: lo preparó antes de salir de casa. “Es lo más fácil de hacer”, dijo a las 5 y 40, cuando lo empacaba.

Landines no tiene nada para comer. Lo molestan, se ríen, “pobrecito no trajo comida”, dicen burlones. Él sonríe y cuenta que está un poco enfermo —la cara lo delata—. Yo no podría, dice Apache, mientras Villamizar comenta que “uno sabe que aquí se viene a tragar y correr. Sin comer, no puedo”.

Entre una palabra y otra el tiempo pasa. Son las 12:15 y el camión regresa. Los portacomidas vuelven a los bolsos, mientras los guantes, el tapabocas, las gafas y la gorra regresan al cuerpo. Falta la mitad del recorrido, la mitad del centro por limpiar, y la energía sigue al ciento por ciento. Solo cuatro horas después, cuando está montado en su moto para regresar a casa, Apache siente que ya no puede más...

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