Los vigías nocturnos de los miles de restos mortales que descansan en el Cementerio Central de Cúcuta, llevan un arma, un silbato y una gata, 'Pacha', que siempre los acompaña, tal como lo hacía 'Barbas', el perro que fue atropellado hace un par de años por un carro que lo envió literalmente a la tumba.
La dotación para cuidar este emblemático lugar no incluye escapularios, rosarios, camándulas, agua bendita, ni medallitas de una de las tantas vírgenes que se venden en el mercado religioso.
Ellos, Ricardo Ávila y Alejandrino Jiménez, todas las noches, sin falta, caminan entre los cientos de panteones que forman pequeñas calles, como si se tratara de una ciudad olvidada.
Lo hacen a oscuras, sin prender las luces, iluminados por la luna –cuando hay–, pero eso sí, siempre van juntos, porque no falta el que quiere entrar, ya sea a robarse las lápidas, dejar entierros de brujería o hacer cualquier cosa, por ejemplo, fumarse un ‘bareto’.
Cuando esto sucede, la oscuridad es su mayor ventaja, porque nadie conoce el cementerio mejor que ellos, sus callejuelas, los posibles escondites y la forma de recortar camino para llegar de un punto a otro, es fundamental en un lugar tan grande.
('Pacha' es la gata que acompaña a los vigilantes del cementerio.)
La extensión del Cementerio Central no es clara, con el tiempo –desde su creación en 1890– se han añadido terrenos, por lo que no se sabe cuánto mide y mucho menos cuántas ‘almas residen’, pero un recorrido detallado puede durar cerca de 50 minutos y desde el aire se calcula un espacio superior a una hectárea.
Los dos –Ávila y Jiménez– tienen algo claro, a los muertos no hay que tenerles miedo, pero a los vivos sí. Por eso, ante cualquier situación siempre llaman a la Policía y de vez en cuando hacen un par de disparos al aire para correr a quienes llegan a perturbar el sueño eterno de los que ya están descansando.
En el caso de los entierros de brujería –muñecos o ataduras que dejan sobre o frente a las tumbas– la solución es quemarlos y nunca tocarlos, porque brujas y brujería, “de que las hay, las hay”.
Con el paso del tiempo, el temor a la oscuridad y a los ruidos va desapareciendo. Jiménez, por ejemplo, que lleva 22 de sus 50 años durmiendo con los muertos, seis de las siete noches de la semana, ya no mira para atrás cuando camina, como sí lo hacía cuando empezó en este oficio, temeroso de que algo o alguien lo vigilaba.
Entre los maullidos tenebrosos que producen los gatos y las gatas cuando se enfrascan en luchas sexuales, el sonido de las hojas de los árboles de mamón que cantan al ritmo de los fuertes vientos y las cucarachas que salen una a una y se mueven como “Pedro por su casa” entre las tumbas, Ávila recordó que solo una vez sintió miedo.
(Dos personas cuidan todas las noches el Cementerio Central de Cúcuta. Ellos se turnan para descansar una noche por semana.)
“Estábamos en uno de los recorridos, pasamos por aquí (el anfiteatro) y nos encendieron la luz. La apagamos, seguimos caminado y cuando pasamos otra vez, la luz se volvió a prender. Ahí nos miramos y dejamos eso así, seguimos caminado”, contó este hombre que cumple su segunda etapa como vigilante nocturno, la primera duró 10 años, ahora lleva tres.
Esa era la época de los ‘paracos’ –haciendo referencia a los muertos que llegaban al anfiteatro del cementerio producto de las masacres que se dieron en Norte de Santander entre 1999 y 2005– confirmó Jiménez, que confiesa ser devoto de las ánimas benditas del purgatorio.
Aparte de este incidente, el resto de sustos han llegado por cuenta de los humanos, de los vivos, los mismos que caminan después de media noche frente al cementerio, con malas fachas y que a simple vista dan miedo.
Una noche, mientras comían, un vehículo pasó y les disparó, justo frente a la puerta que los protegió. “Este es un trabajo duro, que nadie quiere hacer, pero así es la necesidad”, expresó Ávila, a sus 47 años de vida.