Los días en el centro de Cúcuta son iguales, no cambian. La dinámica es la misma de siempre: vendedores ambulantes con sus negocios en medio de la calle, carros pitando como si eso sirviera para algo, gente caminando rápido para esconderse del sol, uno que otro policía intentando mantener el ‘caos’ y algunos habitantes de calle haciendo lo suyo: pedir limosna.
En ese panorama hay un nuevo grupo de comerciantes que venden lo que traen o mejor dicho, lo que tienen, menos la dignidad, porque su labor la ejercen con la frente en alto, llevando con orgullo ese ¡Gloria al bravo pueblo!, por lo menos así lo hacen algunos, que dejaron su país para intentar comenzar de cero, pero esa no es la historia de todos. Otros, simplemente llegan, venden y se regresan, un día que otro a la semana, cuando pueden o necesitan, aprovechando el diferencial cambiario.
Para el que llega a la capital nortesantandereana por primera vez, ellos son vendedores ambulantes comunes y corrientes, con la diferencia de que no tienen un puesto fijo de venta y las marcas de los productos que llevan en las manos no les son conocidas. Pero para el cucuteño son tan familiares como el pastel de garbanzo.
Le puede interesar: Proponen crear el Centro Integral de Recibimiento al Inmigrante
Los venezolanos o los que provienen de Venezuela, –porque, valga la aclaración, muchos de ellos son colombianos que por los problemas sociales y políticos del país al que habían migrado decidieron volver a la tierra que los vio nacer– son fáciles de reconocer. Generalmente tienen un bolso que es pequeño o una bolsa, que sirve como una pequeña bodega de los productos cuyas muestras llevan en las manos.
Lo otro que los delata es su particular forma de hablar, mejor dicho su ‘cantao’, porque a pesar de cercanía fronteriza y el intercambio cultural que se ha dado por décadas y décadas, sus términos y entonación no son semejantes a la que tienen los nacidos en la tierra del general Francisco de Paula Santander y mucho menos a la del resto de las regiones de Colombia.
La primera alternativa para vender es el parque Santander y sus alrededores.
En este grupo de vendedores improvisados, llevados a la calle por necesidad, como la mayoría de los colombianos y cucuteños que se ganan la vida en la cotidianidad de los andenes, está Juan Gómez, que camina las calles de la ciudad empujando un pequeño carruaje de metal, en donde carga una cava amarilla llena de Maltín, la Pony Malta de los venezolanos.
Cada botella la vende a $1.000 y la meta todos los días es vender la caja completa que tiene 36 unidades. Es decir, que tras seis horas de caminata, el resultado debe ser $36.000, porque no se puede ir sin vender todo. El clima le ayuda en su labor, pero también se la dificultad, su cara ya quemada por el sol y las gotas de sudor, así lo hacen evidentes.
Además: Siete ‘pecados’ que los migrantes deberían evitar en la frontera
Él, como muchos otros, madruga todos los días a La Parada, donde le venden los productos venezolanos que se le antoje vender. Allá hay hasta domicilios y los puestos de vendedores ambulantes que están cerca a las oficinas de la Dian, sirven como punto de entrega, como si se tratara de un domicilio, nada más que de contrabando.
A este joven de 20 años, antes estudiante universitario en Valencia, lo acompañan su mamá con un termo que lleva tinto y Alexairis Chávez, su socia empresarial, que también llegó hace algunos meses a Colombia, dejando atrás su peluquería.
“Empezamos vendiendo empanadas, pero se nos quedaban, ahora con esto nos va mejor”, señaló esta mujer de 26 años, que trabaja con una chaqueta negra puesta para proteger su piel blanca de los rayos del imponente astro rey.
La clave para el éxito en esta labor sí está en el producto, no en la cara de lástima ni en creer que por decir que llegó de Venezuela la gente les va a comprar. Eso también lo tiene claro Hilda Carrero, que viaja a Cúcuta varios días a la semana desde San Cristóbal, donde vive con sus cinco hijos y su esposo, ahora mismo hospitalizado en el Hospital Erasmo Meoz de Cúcuta.
A veces, generalmente los sábados, a Carrero la acompaña su sobrina, Daniela Chacón, de 16 años, que cursa quinto grado, el último para graduarse de bachiller. Cada una, con un pequeño bolso de mano, en donde traían seis atunes Margarita, una botella sala de Tomate Heinz y dos margarinas Mavesa, entre otras cosas que son las que más les piden en la calle, a veces hasta les encargan.
En este caso la mercancía no fue comprada en La Parada sino en San Cristóbal. Para pasarlos por la frontera, tuvieron que regalar un atún grande a una guardia de Venezuela, porque solo pueden pasar dos artículos del mismo producto. A veces les piden hasta 10.000 bolívares, contaron.
Para vender hay dos formas: La primera es situarse cerca al parque Santander, por donde se vea más gente. La otra, que se ha vuelto más frecuente, es caminar por las calles de los barrios de la ciudad, preferiblemente que no estén tan lejos de donde puedan conseguir transporte para volver a La Parada.
“La vez pasada llegué toda quemada de caminar. Como tengo las piernas gorditas se me pelo por acá (la entrepierna) de tanto andar”, contó la más joven de ellas, recordando que ese día no vendieron lo que traían.
Las ganancias dependen del cambio diario del bolívar, porque la idea al final es llevar más plata de la que invirtieron, como en todo negocio. Por ejemplo, una botella de mediana de salsa de tomate Heinz, en la que se invirtieron 7.400 bolívares, cerca de $1.100 pesos, la venden en $2.500, que se trasforman en 16.000 bolívares. Es decir, que la ganancia es del 115,9%.
Pero vender productos no es lo único que están haciendo en las calles: otros ofrecen sus servicios profesionales. Junto a un supermercado del barrio La Playa, mirando las personas salir con sus bolsas, mirándolos como si se tratara de una presa que va a cazar, don Cesar Sanabria, una persona ya entrada en años, se acerca temeroso y dice: “Señora, no se asuste, mire yo soy venezolano, soy ebanista y fontanero y estoy buscando trabajo. Se arreglar las cosas de las casas”.