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Los buenos y los malos
Clasificar a los semejantes es un tremendo problema: los hay buenos y malos; pero, ¿quién puede definir claramente tales categorías? De seguro, la bondad de Dios los pone en nuestro camino, para dejar en claro que una de las misiones que tenemos es la respetarlos, tolerarlos a unos y a otros y asegurar que para nosotros sean más las muestras de sus cualidades que de sus defectos, porque todos, igual, los poseemos.
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Domingo, 6 de Enero de 2013
Clasificar a los semejantes es un tremendo problema: los hay buenos y malos; pero, ¿quién puede definir claramente tales categorías? De seguro, la bondad de Dios los pone en nuestro camino, para dejar en claro que una de las misiones que tenemos es la respetarlos, tolerarlos a unos y a otros y asegurar que para nosotros sean más las muestras de sus cualidades que de sus defectos, porque todos, igual, los poseemos.

Aunque no es fácil, el deber de una buena persona es apreciar las fortalezas de los demás y sembrar en ellos los consejos necesarios para superar sus debilidades; y, recíprocamente, recibir esas mismas acciones con humildad y beneficio de inventario.

De manera que hasta el más malo, de acuerdo con un juicio subjetivo, tiene bondades (algunos muy en el fondo), pero el semejante bueno es un don maravilloso si está en nuestro camino: la verdad, en mi caso personal, he sido bendecido por contar con grandes amigos y conocidos, a quienes no he hecho sino agradecer la gracia de su compromiso: de afecto a aquellos y de una sentida solidaridad con todos mis actos a estos.

La gente de mi contexto es buena, no puedo decir otra cosa, a pesar de muy contadas excepciones, por las que oro con gran devoción, para que superen sus defectos (desde mi punto de vista, porque no excluyo poder estar equivocado), y por mí para superar los míos.

Quizá la magia de la convivencia está en el respeto, y en tratar, siempre, de hacer el bien, aunque sea tan difícil ceder al grado de soberbia que nos invade para dar paso a la humildad. Aquello del perdón es bien complicado y, más, retribuir bien por mal, pero es imprescindible tratar de hacerlo, para que resplandezca en nuestra alma el brillo de esa luz de paz que transforma todo en felicidad: al menos, el perdón debe ser una especie de olvido; cuando eso ocurre, los horrores del rencor comienzan a desaparecer.

No podemos evitar que la vida en comunidad nos congregue, a buenos y malos; entonces, la virtud está en hacer que nuestros actos sean generosos y solícitos, con una bondad que nos haga, cada vez, más clementes.
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