Tras el horror de la Segunda Guerra Mundial, en 1945 se constituyó la Organización de las Naciones Unidas -, en 1948 se aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en 1949 fueron aprobados los cuatro Convenios de Ginebra, en los cuales y en sus Protocolos se encuentran las bases de lo que hoy conocemos como Derecho Internacional Humanitario (D.I.H.).
Mediante esa normatividad, que prevalece sobre el Derecho Interno de los Estados, se pretende limitar y racionalizar la barbarie de la guerra, establecer unas reglas mínimas aplicables en el curso de los conflictos armados y, en especial, proteger a las personas que no participan en las hostilidades y que, en cuanto no son parte en la confrontación, no deben ser atacadas.
Tal es el caso de la población civil, de las familias que la integran, de los médicos y personal sanitario y asistencial, de las organizaciones internacionales humanitarias como la Cruz Roja, así como de los medios y periodistas.
En fin, mediante normas jurídicas -que no sugieren, sino que obligan- se busca amparar a todos aquellos que son completamente ajenos a los conflictos y que, por ende, no es justo que resulten afectados, menos todavía si se trata de personas necesariamente débiles e indefensas, como los niños, los heridos, los discapacitados, las personas de la tercera edad o los enfermos.
En 1998 se suscribió el Tratado de Roma, que creó la Corte Penal Internacional, un tribunal permanente, facultado para ejercer su jurisdicción sobre personas acusadas de cometer los crímenes más graves de trascendencia internacional, en concreto, el crimen de genocidio -perpetrado con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal-, los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra.
Lo que viene ocurriendo en la Franja de Gaza desde el 7 de octubre de 2023 no es ya -en los primeros días de 2024- la defensa de Israel ante los ataques de Hamás, como tuvo lugar al responder, con toda legitimidad, ante actos terroristas. Lo que hay ahora es un genocidio de proporciones incalculables, cometido por las fuerzas armadas israelíes, con el apoyo y la complicidad de los Estados Unidos y de las grandes potencias europeas.
Así lo han proclamado el secretario general de las Naciones Unidas, la Unicef, Médicos sin Fronteras, el Papa Francisco, organizaciones humanitarias, académicos y millones de personas -incluidos muchos israelíes- que han marchado y siguen marchando en distintas ciudades del mundo, exigiendo que cese el fuego, que se respeten los derechos humanos, que no se siga masacrando a la población civil.
Somos muchos los que exigimos, a nombre de la justicia y la civilización, que se respete el Derecho Internacional Humanitario, que no haya más bombardeos indiscriminados, que se acaben los bloqueos, que se permita el ingreso de ayuda humanitaria, pero -sobre todo- que cesen las muertes de miles de niños, mujeres, personas mayores, médicos, enfermeras, personal asistencial, periodistas.
Desde luego, es necesario que todo esto tenga unas consecuencias en la Organización de Naciones Unidas, en los tribunales internacionales y especialmente en la Corte Penal Internacional. Se han cometido crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad. Los responsables de este genocidio deben ser juzgados.
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