El humanismo es una nostalgia remota, similar a esa prudencia espiritual de las estrellas cuando están en silencio, serenamente quietas, solas, nutridas de antigüedad, esperando el rumor del infinito.

Y posee un presentimiento natural, como el viento, como una red tejida desde la esperanza, para soñar con la tierra buena, con un prójimo unido en el anhelo de convivir con la sonrisa del trigo en los labios.

Suena lisonjero, pero es bello el humanismo, porque uno quiere subir hasta el sol, rodar por la luna, bajar hasta el mar, brindar por el amor e ir tras el aroma de los recuerdos bonitos para plantarse con ellos en la huella de la eternidad.

Ese imaginario lo convierte en un regocijo universal solemne, algo así como depositar pétalos en una corola de ternura, o como esa dimensión elemental que se vuelve sobrenatural en las alas de las mariposas y se colorea de libertad.

Toda la literatura nos habla de él, toda la música, todo el arte, como una ilusión recíproca de ser felices cosechando los sentimientos, para esperar la mañana pura que nos anuncie la cita suprema con el destino.

Es explorar lo sagrado y construir, con las manos juntas, un nido para la consciencia noble de la humanidad, juntar la noche con la luna en una lámpara que nos inspire a buscar las semillas regadas en el camino y acopiarlas en virtudes.

Sin embargo, la dimensión humana no nos alcanza y, si no rastreamos su ausencia con sueños sublimes, nutridos de presagios inocentes, no alcanzaremos la madurez suficiente para proteger el alma del mundo.

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