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Hedor
Si se podía absolver a un culpable, que había pagado, ¿por qué no cobrarle a un inocente para que no lo investigaran?
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Sábado, 2 de Junio de 2018

Los relojes se convirtieron en los nuevos símbolos de los magistrados, que además de dinero, ahora buscan que los saluden en los clubes bogotanos y les rindan la pleitesía que de niños ellos rindieron. No busca reivindicación, sino venganza. 

El juez no es el que llega para convertir la toga en uniforme y el mallete en la venganza. No. 

Qué dolor, exclaman los incautos. Qué rabia, exclaman las víctimas. Pero yo ya lo sabía. Lo supe desde el consultorio jurídico. 

En 199 llegué al Juzgado - uno que tramitaba asuntos menores- y desde ese momento entendí que muchos jueces estaban ahí, no para servir sino para cobrar venganza. 

La mirada, la forma de saludar (o de no saludar, mejor) y otras actitudes me indicaron que ellos no se percibían como servidores públicos, sino sirvientes públicos, y ello los autorizaba a maltratar al usuario. 

Lo supe yo, que mi tarjeta profesional aún estaba sin usar. 

Y ellos ascendieron, muchos pagando favores a políticos que producen aún más nauseas. Llevaban su muñeca sin decorado, y sabían que el respeto se lograba cuando en ella pudieran ostentar un buen Rolex. Brillante, límpido, y reluciente, para que contrastara con su alma. 

Empezaron por los restaurantes, donde los manjares se sazonaban con dólares producto de lavado de dinero. ¡Oh, Giorgio Sale, gran cocinero!

Y luego de coptar los restaurantes, ellos querían la presa mayor. Los clubes ya no serían esquivos, y a punta de enroques, algunos judiciales y con sellos oficiales, ingresaron como socios de estos lugares. 

Esa era su nueva conquista. 

Ya eran, los magistrados, dignos de alabanza y pleitesía: Sus pulseras excesivas y los fines tapetes del club bajo sus pies, que debían ir protegidos por zapatos italianos, no fuera que usar marcas menores les recordara su pasado. 

Ahora falta la cereza sobre la cúspide del postre, que no podía ser otra que hacerse millonario. No querían engalanar su pared con títulos, faltaba más, o que hijos fueran los mejores, pues eso para qué si habrá herencia. No, ahora la cuenta se debía hinchar. El magro sueldo de 28 millones ya no es suficiente, mucho menos digno, de su alteza. 

Las sentencias y los autos de detención serían la moneda de curso legal en el palacio. Y los males del país, la guerrilla y los paras, permitían que las providencias judiciales perjudicaran a cualquiera, incluso a los inocentes. 

Y ahí estaba el negocio: Si se podía absolver a un culpable, que había pagado, ¿por qué no cobrarle a un inocente para que no lo investigaran? Y ahí empezó la fiesta, donde los asistentes son los que ya reposan en celdas americanas. De otra forma no podía ser, pues por acá la justicia no funciona. 

O mejor: funciona para los que no son inocentes ¿o no, señor magistrado?

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