El 30 de julio murió de un ataque al corazón Noel Rose a la edad de 92 años. Hasta última hora, este científico que cambió nuestro conocimiento acerca de la inmunología siguió trabajando en su laboratorio.
Nacido en 1927 en un pueblito de Connecticut, Rose decidió obtener un doctorado en Microbiología antes de entrar a la Facultad de Medicina de la Universidad de Buffalo. Allí, como estudiante de medicina, se unió al laboratorio del inmunólogo Ernst Witebsky y juntos demostraron la existencia de autoinmunidad en conejos.
Esto no sería nada raro, si no fuera por el hecho de que hasta ese momento había un paradigma aceptado por toda la comunidad médica que se llamaba el ‘horror autotóxico’, es decir, que el cuerpo humano no podía hacer daño a sus propios tejidos.
Por consiguiente, su trabajo con conejos fue rechazado por los árbitros de las revistas especializadas, como lo fueron los sucesivos trabajos que trataron de publicar acerca de las enfermedades autoinmunes que ellos pudieron demostrar, órgano por órgano, en pacientes.
Serían años de trabajo antes de que sus hallazgos fueran aceptados para publicación y cuando lo hicieron, el entendimiento de la inmunología cambió para siempre. Su descubrimiento de la autoinmunidad explica muchísimos de los problemas que nos aquejan cuando nuestro sistema inmune, desarrollado para protegernos de invasores extraños, cambia y reconoce nuestras propias células como extrañas a las que hay que atacar y destruir, como ocurre con algunos pacientes de la COVID-19, en el proceso que se ha llamado ‘cascada explosiva de citocinas’, que comprometen la vida misma del paciente.
Lograr cambiar un paradigma aceptado por la comunidad científica no es fácil. Peter Burke, en su Historia social del conocimiento nos describe la forma en que desde la antigüedad se presenta una tensión entre el conservadurismo de los científicos reunidos en la universidad y aquellos que fuera de ella, tratan de encontrar conocimiento nuevo. La visión de Tomás Kuhn aterriza muchos de estos conceptos cuando dice que un cuerpo de conocimientos obtenidos a través de un supuesto método científico, que él llama paradigma, se encuentra con una realidad diferente que obliga al cambio de ese paradigma.
En tiempos de la pandemia causada por el SARS-CoV-2 estas ideas cobran fuerza ante noticias como la del martes pasado en el sentido de que Rusia ha desarrollado y aprobado una vacuna sin seguir todos los protocolos aceptados comúnmente para asegurar la efectividad y la inocuidad de la vacuna. Nótese que en este caso, lo que viene a partir de enero se podría llamar dentro del protocolo oficial, la Fase 3, con un enfoque doble ciego, que implicaría cuestiones éticas de no poca monta. ¿Se le habrá negado a la mitad de la población la oportunidad de obtener inmunidad al asignarlo a recibir placebo?
En el Magazine del New York Times y bajo el título estremecedor de “Las Guerras sobre las Drogas de la COVID-19 que enfrenta Médicos contra Médicos” se hace las preguntas: ¿Hasta dónde pueden los médicos utilizar drogas no sometidas al examen riguroso del método científico para tratar pacientes de la COVID-19?
¿Hasta donde un tratamiento, que a juicio de un médico puede ser efectivo para sus pacientes, deba prohibirse y solo permitir el uso de drogas que hayan sufrido todos los procesos del paradigma aceptado? Son preguntas para las que la sociedad exige respuestas.