Muchos teóricos de la educación se han venido preguntando acerca del papel de la universidad. El modelo colombiano corresponde al iberoamericano. Ortega y Gasset decía en 1930: “La enseñanza superior consiste en profesionalismo e investigación”. Pero se sorprendía que se unieran dos tareas tan disímiles, porque no es lo mismo ser “abogado, juez, médico, boticario, profesor de latín o de historia que jurista, fisiólogo, bioquímico o filólogo”.
Hoy podemos decir que las primeras son profesiones y las segundas disciplinas sobre las que se fundamentan las profesiones. El no distinguir entre las dos nos llevó a considerar, con Unamuno, que la universidad iberoamericana estaba hecha para las más altas expresiones del espíritu y que la técnica se la dejábamos a otras naciones. De ahí su famoso diálogo que termina con “que inventen otros”. Por esta razón, mientras la primera Revolución Industrial se gestó en Inglaterra y pronto se le unieron los países anglosajones, incluyendo los Estados Unidos, Iberoamérica se marginó de la producción de ciencia y de aplicaciones tecnológicas propias.
Un reconocimiento de esta realidad nos obliga a estudiar cómo interactúa la universidad con la industria en los Estados Unidos. Recordando que cada Estado tiene su propio sistema, podemos reconocer que hay algunos como Georgia, Massachusetts y California que tienen su propio modelo universidad-industria, mientras que otros como Tennessee y Texas tienen sistemas universitarios dedicados al mejoramiento de la agricultura. Pero en todos los casos lo importante es la aplicación del conocimiento a la productividad y la innovación.
Un caso en particular que tuve la oportunidad de conocer personalmente hace algunos años es el de Georgia Tech en Atlanta. Antes de su expansión a Francia y China, tenía un concejo paralelo al de gobierno en el que se sentaban los gerentes de las grandes compañías norteamericanas pagando una alta suma por el privilegio de ser los primeros que podían hacer ofertas para el uso de patentes que salían del trabajo conjunto de profesores y estudiantes.
Un aspecto muy interesante era la incubadora de empresas que alquilaba un espacio para la puesta en marcha de un emprendimiento incluyendo en el alquiler administración y aseo. La energía y el agua las pagaba el arrendatario. Para obtener un espacio tenía que haber un profesor, un estudiante y un experto en mercadeo. La compañía se podía quedar hasta que tuvieran más de 30 empleados o tuvieran ventas de más de USD 100 000, cuando tenían que salir y buscar su propio espacio.
Es desafortunado que en Colombia no exista esa tradición de trabajo conjunto en investigación y desarrollo universidad-empresa que se da en los países que se involucraron en la revolución industrial. Razón tenía David Ararat, presidente de Cerámica Italia, cuando en un foro antes de la pandemia definía la innovación como “mayor facturación”. La innovación no es obtener una patente; es una manera de producir mayores ingresos para la empresa que posee la patente. Es por eso que en EE.UU. es un aforismo válido que “investigación es producir una mejor trampa de ratones”. El mito urbano colombiano es que la innovación es un proceso costoso y complicado del cual podemos esperar una rápida retribución económica.
En este sentido, me contaba una estudiante de doctorado de Georgia Tech, cuya tesis se basaba en innovación en teléfonos de la AT&T, que antes de conseguir una patente, ya tenían varios millones de teléfonos en bodegas que cuando les otorgaban la patente sacaban al mercado. Pero ya estaban trabajando en un nuevo teléfono. Proceso repetitivo que nos trajo hasta los teléfonos inteligentes que hoy tenemos y que cada año nos ofrecen nuevas características.
No es demasiado tarde para aprender de estas experiencias. Nuestra universidad puede aún aliarse de verdad con la industria para hacer una mejor Colombia para todos.